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Del libro ¨Estampas de Tarija¨ 1574 - 1974

En aquella abigarrada sección que incitaba con sus olores

Cántaro
  • Agustín Morales Durán
  • 29/05/2022 00:00
Del libro ¨Estampas de Tarija¨ 1574 - 1974
Estampas de Tarija Foto: Agustín Morales Durán
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ALGUNAS RICAS COMIDAS QUE SE SERVÍAN EN LA RECOVA.

En aquella abigarrada sección que incitaba con sus olores a cuantos pasaban por allí y que era llamada “el comedor de los agachados” porque los comensales —en su mayoría campesinos— se servían al lado de las ollas, de parados o cuando mucho en cuclillas, por no existir entonces mesas ni sillas para comer cómodamente. Los platos favoritos y que eran de mucho agrado, consistían en ricos “ajís” de trigo con panza o patas, una especialidad culinaria que sólo podía encontrarse allí; luego también se exhibían enormes fuentes desbordantes de “saice”, “ranga-ranga” o “arverjada”, coronadas de incitadoras “zarzas” de cebolla, tomate, ají o “ulupica”; tampoco faltaban para los gustos más exquisitos agradables asados de “keperí”, “zarazas” o de “cuchi”; en su época humeantes tamales envueltos en “chalas” de maíz; variedad de “humintas”, así como pailones de chicharrón que lo servían con mote y de “yapa” sus buenos pedazos de “kiucha” (hígado) y “karas” (cueritos de cerdo).

Bastaba que los campesinos o sus mujeres pasen por cerca de las incitadoras ollas, para que las hábiles cocineras o vivanderas las llamen y hasta les estiren de sus ponchos o polleras, entregándoles ya no más su buen plato de “probada” que los obligaba a pedir “el de fondo”; los precios ya podemos imaginar tratándose de comedores populares, eran baratísimos, cada plato bien servido costaba “medio” y hasta daban “yapa”; si de asados se trataba, un “real” la buena porción acompañada de abundantes papas, ensalada o mote; como postre se servían “anchi con pelones” endulzado con chancaca o “tojorí” con leche y miel.

Algunos años después se hizo costumbre en la gente del pueblo ir a servirse a la Recova los platos predilectos, porque antes casi los únicos comensales fueron los campesinos o algún que otro artesano que iba a “sanar el cuerpo”.

EL COMERCIO EN LA CIUDAD: PRINCIPALES TIENDAS.

No fue tan pequeño como podría creerse, pues existían varias casas importadoras mayoristas que traían mercaderías desde Europa y otros países; las llamadas “casas grandes” como la “Trigo e hijos”, Blacud, Durán e hijos, Hardt ((alemana), Attié hermanos y otras, aparte de numerosas tiendas de todos los ramos ubicadas principalmente en el exterior de la Recova y en las calles vecinas; predominaban las tiendas de géneros de súbditos árabes que formaban varias familias y a quienes el pueblo los reconocía —equívocamente— cómo a “turcos”. Entre éstos, el más rudo pero famoso, con su puesto en la misma Recova, fue el “turco Abraham”, que por lo ordinario y pronunciar el castellano “cruzado”, vender coca, lienzo (tocuyo) y otros productos baratos al campesinado, se hizo popular y hasta se casó con una linda chapaquita; se vestía como un verdadero chapaco; en toda su ignorancia era buen negociante y ganaba mucha plata vendiendo “al raleo”, como se decía.

Después habían tiendas de abarrotes muy conocidas y felizmente de comerciantes nacionales, varios tarijeños, como las casas de don Andrés Espinoza, una de las más grandes del ramo, don Antonio Villegas, Juvenal Reyes, Serafín Castillo y varios otros que vendían productos alimenticios, conservas, velas, ferretería y mil otros artículos baratos.

Un poco antes de la guerra y durante ésta comenzaron a aparecer comerciantes del norte, especialmente “cocanis”, así se les decía porque lo que más vendían era coca al campesinado que lamentablemente aún adolecía de éste vicio; entre ellos recuerdo a los Ibarra, Humerez, Javier, Yañez y otros que hicieron fortuna, formaron familia y echaron profundas raíces confundiéndose con los auténticos hijos de la ciudad; también entre éstos habían los que se dedicaban a la venta de suela y artículos para zapatería y ojotería, citándose a un señor Jijena, otro Franco y varios más.

La mayor parte de la actividad comercial se reducía a la importación y venta, no existiendo sino en mínima escala la contrapartida de comercio exportador, porque no existían fábricas ni se contaba con agricultura o ganadería desarrolladas; casi puedo afirmar que el comercio local se reducía al consumo doméstico, sin poder sacar la escasa producción por falta de caminos y medios de transporte.

LOS BANCOS Y CASAS DE CRÉDITO.

Entre los años 1.925 al 1.935, existían sólo dos establecimientos bancarios, el primero que funcionaba en la casa de don Juan Navajas sita en Ingavi- Gral. B. Trigo, fue el Banco de la Nación, que años más tarde cambió como Banco Central y que luego se trasladó a la casa del Dr. Arturo Molina sobre la acera norte de la Plaza principal; allí funcionó hasta 1.936 ó 37 cuando construyeron su majestuoso edificio propio en la esquina La Madrid, constituyendo en su época la más moderna edificación de la ciudad y la única de tres pisos. Casi contemporáneamente se construyó en la esquina del frente el suntuoso Hotel Atenas, también de 3 pisos. Ambos edificios tardaron mucho en concluirse, pero cuando lo fueron, dieron un aspecto de modernidad a aquella esquina de la Plaza principal. Entre los más antiguos gerentes del Banco Central recuerdo a los señores Calvimontes, que llegó a casarse con una distinguida dama: la señora Lilia Trigo Gutiérrez y que vivía frente a mi casa y a un señor Centellas que trajo a su numerosa familia, entre las que había dos chicas muy bonitas, ambos fueron norteños.

El otro Banco: Nacional; que desde siempre tiene su edificio en la calle Sucre y se caracterizaba por un enorme león tendido en la parte central y superior del frontispicio; la mayoría de sus gerentes resultaban caballeros venidos de Chuquisaca, seguramente porque la central estaba en la Capital.

También cumplían labores bancarias o de crédito, pero creo que sólo para préstamos hipotecarios, las casas comerciales de los hermanos Víctor y Juan Navajas, incluso ambos tenían oficinas como verdaderos bancos y parece registraban bastante movimiento porque era “vox populi” que estos acaudalados, con negocios independientes, se adjudicaban muchas casas de la ciudad, posiblemente porque sus deudores fueron propietarios que no podían cancelar los préstamos; de esta manera tanto don Juan como don Víctor resultaron propietarios de muchas casas en las diferentes zonas de la ciudad, de ahí la fama de ricos. Estos pequeños bancos estaban situados el uno en la calle Ingavi al lado de la propia tienda y casa residencial de don Víctor y su hermano tenía oficina sobre la calle Sucre, contigua también a su gran tienda de ferretería y abarrotes en los bajos de su propia casa.

LA MONEDA: DENOMINACIONES EN SU USO.

Al hablar de los bancos, necesariamente tengo que referirme a la moneda, pues tenía características interesantes en su uso por el pueblo; así, por aquellos tiempos de bonanza circulaban billetes y monedas, éstas posiblemente siguiendo una vieja costumbre colonial, eran llamadas “reales” las de diez centavos y “medios” las de cinco; también circulaban —aunque no con mucha profusión— monedas de plata de a peso que se llamaban “fernandinos”, de a cincuenta centavos “quintos”, las de veinte centavos “pesetas”, de a diez “tomines” y de a cinco centavos que se llamaban “illas”, estas tres últimas fueron con un agujero en el centro y de bordes estriados. Todas tenían uso corriente, como los “reales” y “medios”, sin ninguna diferencia, pero con motivo de la guerra del Chaco, fueron perdiéndose poco a poco las monedas de plata; primero ¡desaparecieron los “fernandinos” y “quintos” y luego las otras; según referencias de aquel tiempo de vez en cuando había gente que sacaba a cambiar “libras esterlinas” de oro, las que eran trocadas a razón de doce pesos cada una; llegué a conocer algunas que mi padre cambió, pero luego las vendió por necesidad de dinero y al mismo precio; en cambio las monedas de plata mucha gente las atesoraba, hasta conocí a un peluquero: Pedrito Murillo, que tenía una caja llenas de ellas.

En cuanto a los billetes, habían del corte de un peso que fueron los más usuales, verdecitos y medianos. Para las transacciones la gente acostumbraba a usar dos clases de pesos: uno el llamado “feble” que tenía una equivalencia de ocho reales y el billete propiamente de a un peso que se cambiaba con diez reales. Generalmente el uso del peso “feble” se acostumbraba entre la gente del pueblo y los campesinos; éstos más preferían las monedas a los billetes; pero siempre se hacía la diferencia con el otro “peso firme” de a diez reales. Luego habían los billetes de a 5, 10, 50 y 100 pesos, más grandes y con diversos colores, pero éstos para la mayoría de la gente que era pobre, tenían poco uso, más aun para los pequeños resultaban ejemplares rarísimos porque estaban muy lejos de su alcance, apenas tenían acceso a los “reales” y “medios”. Como todo fue tan barato, sólo se necesitaba “medio” para comprar las golosinas o frutas favoritas. Qué lindos tiempos aquellos! en que llegar a poseer dos reales era asegurar el recreo de toda la semana y, si por suerte nos encontrábamos un billete de a uno, era para considerarse “rico”. Tan barata fue la vida en aquellos tiempos de mi niñez, que mi mamá iba a la Recova con menos de un peso feble y traía las canastas repletas. Pero parece que costaba mucho ganar el dinero, porque mi padre —como empleado público— ganaba muy poco y pasaba muchas veces dificultades para conseguir aquel peso para que mi mamá fuera a la Recova; además pocos chicos teníamos el privilegio de que nuestros padres nos den “medio” (cinco centavos) para el recreo, sólo recibíamos en ocasiones excepcionales.

Resultaba interesante ir a los bancos a ver cambiar billetes de a uno o cinco pesos, entregaban cartuchos especiales con monedas; también había que ver recoger remesas en talegas de mucho peso, nos parecían una fortuna.

Hubo una época durante la guerra, que ocurrió un fenómeno curioso: comenzaron a perderse las monedas fraccionarias de níquel, pues ya entonces habían desaparecido las de plata, creo que ciertos especuladores las ocultaban, al extremo que hubo que cortar los billetes de a uno por la mitad para dar cambio de cincuenta centavos y estos pedazos tuvieron curso normal durante mucho tiempo, hasta que aparecieron otras monedas más chicas y ordinarias, desapareciendo para siempre las de níquel.

Para dar una idea de lo rara y valiosa que fue la moneda en mi niñez debo referir el feliz hallazgo que tuve una vez en la puerta de la Recova: vi en el suelo un billete de a un peso extendido, verdecito y lindo, no sabía si alzarlo o avisar a otra persona que lo hiciese, posiblemente alguien lo hizo caer sin fijarse, hasta que por fin me animé con mucho temor, escondiéndolo en mi bolsillo me fui corriendo hasta casa y recién allí lo mostré a mi mamá, la que me recriminó creyendo que lo había robado; cuando se hubo convencido que efectivamente me lo hallé, guardó el billete para darme de medio en medio, me parece que duró meses aquella “fortuna”. Pero durante los años 1.933 adelante la moneda se fue envileciendo, aunque nadie hablaba de esa desconocida palabra “inflación”; ya para entonces aprendí a ganarme los reales haciendo pequeños mandados, vendiendo periódicos y realizando sencillos menesteres, especialmente con los movilizados norteños; así supe lo que era contar unos reales propios, dándole gustos a mis antojos, además durante la guerra se hizo fácil ganar dinero, parecía que había llegado la abundancia con tanta gente norteña que llegaba de paso al Chaco.

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