La dignidad en las cárceles bolivianas

En un país con tantas necesidades sociales como Bolivia, las cárceles pasan a ser el último eslabón de la cadena. No hay un político que quiera hacer campaña entre presidarios y solo algunos pocos – tal vez preocupados por su futuro inmediato o por ese vicio tan inconfesable de licitar...

En un país con tantas necesidades sociales como Bolivia, las cárceles pasan a ser el último eslabón de la cadena. No hay un político que quiera hacer campaña entre presidarios y solo algunos pocos – tal vez preocupados por su futuro inmediato o por ese vicio tan inconfesable de licitar – han dado algunas soluciones habitacionales y de infraestructura a los penales. De hecho, el cambio más relevante en los últimos 40 años es que las cárceles son ahora Recintos Penitenciarios o cualquier otro eufemismo relacionado que solo hace diferencia a la hora de denominar; y nada más.
Hacer el bien debería ser fruto de otro tipo de consideraciones éticas y no del temor a la propia cárcel, porque lo contrario nos está llevando a escenarios ciertamente peligrosos
Hay ciertos Estados en el mundo en el que las cárceles se han convertido en negocios privados; en Bolivia siguen estando a cargo del Estado, pero eso no quiere decir que no se hayan impuesto las reglas del libre mercado. Palmasola, en Santa Cruz hace las veces de mito emblemático, pero sus lógicas de poder y transe se replican en todo el país. Últimamente y como nunca se había visto, también en el penal tarijeño de Morros Blancos.

La pasada semana el escándalo llegó a cuotas mayúsculas: un video filtrado daba cuenta de una escena peculiar en los barracones de máxima seguridad. Policías, mujeres y reos charlaban amenamente mientras en la parrilla se cocía la carne de res llegada para la ocasión. Se habla también reiteradamente de un grupo “de brasileros” que siembra el terror y del grupo de reos llegados desde el interior que tratan de imponer su propia Ley. Los “suicidios”, navajazos, reyertas y “requisas” son cosa de todos los días.

A la vista de todo el mundo, las cárceles controladas por el Estado, por la Policía, se convierten en centros de putrefacción, donde ya nada importa. Cada día se cuestiona el rol que cumple Régimen Penitenciario y cuál debería ser el objetivo real de los centros penitenciarios. En un país en el que la Justicia se compra y se padece, el temor a la cárcel como sí parece haberse convertido en el motivo más poderoso para hacer el bien y no el mal, por encima de cualquier otra consideración ética.

Hacer el bien debería ser fruto de otro tipo de consideraciones, porque lo contrario nos está llevando a escenarios ciertamente peligrosos, y en ese contexto es necesario que las cárceles sean de verdad un centro de constricción, arrepentimiento y reinserción y no una academia del delito, como tristemente se entienden actualmente sin que nadie quiera hacer nada por cambiarlo.

En tiempos de populismo, la seguridad es la reina de la fiesta. Es habitual escuchar discursos a favor del endurecimiento de las penas, que incluye el ajusticiamiento. En esos tiempos es bueno llamar a la reflexión. El delito es un producto social y como tal deberíamos abordarlo. No todos los presos son asesinos incorregibles o patológicos violadores de niños de los que se dicen incurables. Es necesario que incluso para ellos se brinden oportunidades para salir adelante, salir del círculo de marginalidad, salir de la caída libre, salir del otro lado del mundo. Al menos el 25 por ciento de los presos en Morros Blancos tiene problemas mentales y de adicción, problemas que en demasiadas ocasiones se convierten en delito. Empecemos al menos por ahí, porque no hacer nada ya sabemos que es demasiado caro.

 

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