De la tercera parte del libro de Agustín Morales Durán: “Estampas de Tarija” 1975
Las fiestas de mi tierra
Merece la pena dedicar un capítulo especial para rememorar las diferentes fiestas religiosas y lugareñas, porque cada una tenía —en tiempos pasados— su particular encanto, sea por su colorido, alegría, solemnidad o mayor realce, sea porque en ellas el pueblo manifestaba sus costumbres o tradiciones o sea porque significaban viva expresión del sentimiento vernacular que se expandía con entusiasmo, fervor religioso o claras demostraciones de regocijo popular.
NAVIDAD.
Desde mediados de diciembre la gente se afanaba por esperar el nacimiento del Niñito-Dios, principalmente aquellas familias que tenían la sagrada imagen, bien conservada, de lindos Niños traídos de España o el Perú y conservados a través de generaciones.
Se comenzaba a reunir macetas pequeñas, tarritos y otros depósitos para sembrar y hacer germinar trigo, hasta que las plantitas lleguen a estar verdecitas cuando llegue la fecha, sirviendo así de bonitos y naturales adornos; ya se le iba “echando ojo” a las granadas primerizas, a los racimos de uva más lindos que podían estar pintones, a las olorosas plantitas de albahacas, “brincos” y alelíes; en los jardines ya para entonces los nardos estaban espigando con sus fragantes “botones” próximos a reventar. La urnas y fanales de vidrio, así como los ornamentos artificiales comenzaban a ser limpiados y preparados; ah!, lo principal: El “estreno” del Niño era escogido de la mejor tela de fino raso, brocato o seda para bordarlo con hilos de oro o plata con habilidosas manos, a fin de que estuviese resplandeciente cuando llegue la víspera y haya que cambiarlo, porque resultaba que al Niño-Dios de mi tierra —aunque el de Belén nació desnudo— lo vestían con linda batita, cuando su tamaño grandecito o mediano, pero los chiquitos “nacían” no más “peladitos”.
En las casas principales del centro todo este afán para arreglar los nacimientos era sólo por devoción, mientras que en los barrios populares aquellos se los hacía con mayor regocijo y para las bellas adoraciones se preparaban verdaderas fiestas donde se reunía la chiquillada a rendir su pleitesía con cánticos, bailes y algarabía, que se convertía en delicia para todos. Cada barrio tenía su casa conocida donde había mucho interés para dar a las adoraciones su debido esplendor; así recuerdo que por la plazuela Sucre o barrio de “Las Panosas” existía una señora de nombre Liberata que se esmeraba en la preparación del nacimiento de dos hermosos niños, allí se reunía no solo el vecindario, sino que gran parte de la población. Luego, por el barrio del Molino “doña Balbina” era quien tenía por costumbre destacarse en el arreglo del nacimiento y la consiguiente adoración; así, por los otros barrios también habían casas conocidas por igual inquietud, y saliendo un poco más en dirección a la pampa o los callejones, ya diferentes formas habían para solemnizar los nacimientos, pues aparte de éstos se plantaban en el centro de los patios altos palos festoneados con revestimientos de telas de color y cintas o trenzas colgantes desde la punta, para una muy interesante adoración y pleitesía al Niño-Dios; fueron famosas las “trenzadas” que requerían de un entrenamiento y preparación adecuados, para lo que se escogían a muchachos y chicas que al son de una musiquita de la tierra ejecutada en “camacheña” con acompañamiento de bombo y tambor, había que danzar con alegre ritmo mientras por medio de unos cambios de paso y entrecruzamientos, se iban tejiendo vistosas figuras con las cintas, a tiempo que se cantaban villancicos apropiados luego de cada pausa y así sucesivamente trenzaban y destrenzaban repitiendo:
“Destrencen las trenzas,
y vuelvan a trenzar,
que el Rey de los cielos
se ha de coronar...
Bueno, ahora había que esperar el ansiado día del nacimiento con todo bien arreglado y en medio de un ambiente perfumado de albahacas y nardos; grandes y chicos iban a la “Misa del gallo” a alguna de las iglesias, porque en todas se celebraban solemnes oficios y se cantaba con verdadera unción religiosa el “Gloria in excelsis Deo!”, al son de alegres villancicos, pajarillas y otras músicas navideñas; luego se volvía a la casa a servirse suculento chocolate acompañado de ricas masitas y golosinas preparadas ex profeso.
En aquellos inolvidables tiempos no se acostumbraba —felizmente— ninguna de las exóticas decoraciones de arbolitos con nieve ni se regalaba nada. Todo era una sana alegría espiritual, íntima dicha por la feliz llegada del Redentor. Aquello resultaba tan natural, sencillo y hasta ingenuo, que la mayoría creía en los relatos de antaño acerca de que, precisamente en esa noche del 24 cuando nacía el Niñito, se realizaban los prodigios de la naturaleza, como que las uvas comenzaban a tomar color y a madurar, las nueces “cuajaban” y hasta los animalitos que acompañaron a Jesús en humilde pesebre, esa precisa noche cantaban de gozo, sea en forma de graznido, rebuzno o cloqueo, dando así rienda suelta a la alegría y alborozo por el advenimiento del Redentor.
Desde el día mismo de la Navidad y los sábados y domingos subsiguientes hasta cerca del carnaval, se realizaban las Misas de Niños con acompañamiento de adoradores o trenzadores, banda y alegre cortejo desde la casa de la dueña del nacimiento hasta la iglesia y regreso, llenando las calles con alegre música y alborozados cánticos navideños. De vuelta a la casa reinstalaban al Niño en su gran altar adornado con las mejores flores, seleccionados racimos de uva, duraznos pintones, choclos primerizos y las infaltables albahacas, todo sacado de la huerta o huertillo familiar. Había que ver el esplendor de todo aquello con el hermoso Niño al centro, sonrosado y risueño, como participando de la alegría general. Entonces comenzaba la adoración, la hacían los niños en parejas y acompañamiento de la misma banda, acordeón u otra música apropiada; para esa oportunidad eran los cánticos o villancicos a cual más interesantes; los bailes del torito, la cadenita, el sapito y otros, mientras que a los espectadores e invitados sentados en largas bancas alrededor de la sala, la dueña se esmeraba en servirles sendos vasos de aloja, mistelas y masitas. Todo aquello constituía fiel demostración de fe, sana alegría, ingenua expresión de contentamiento. No existía —ni por asomo— obligaciones costosas ni gastos para nadie, todo se invitaba sin interés, con cariño y verdadera espontaneidad. En ninguno de estos festivos actos se podía notar afán ni intención mercantilista, pues se trataba de una auténtica Navidad, que unía a la gente en un álito de alborozo, bajo la paternal mirada del Niño Jesús; tampoco había lugar para libaciones, porque la alegría y el candor de la niñez no podían ser empañados con exceso alguno, por algo cantaban albricias y llenos de alegría:
“Al Niño recién nacido,
todos le traen un don
yo soy pobre
no tengo nada
sólo traigo mi corazón...”
AÑO NUEVO
También con la debida anticipación la gente mayor y la juventud se afanaban preparando los “estrenos” para llegar al año nuevo, si fuera posible, estrenado de “pies a cabeza”, posiblemente porque había la creencia que esto traía buena suerte o simplemente por seguir la costumbre. El caso es que toda la segunda quincena de diciembre, sastres, costureras, bordadoras, zapateros, joyeros y todos cuantos tenían que ver con la preparación de trajes, vestidos, mantas, zapatos y otras prendas del atuendo femenino y masculino, se encontraban completamente atareados con las obras y encargos para estrenar algo, aunque más no fuera un par de zapatos.
Como entonces todavía no se acostumbraban las ventas de ropas y zapatos terminados, forzosamente tenía que acudirse a los talleres, maestros y costureras más acreditados, o sea que casi todo se hacía confeccionar sobre medida y a gusto del cliente.
Esta siempre fue una fiesta para la gente grande y en especial para la juventud, que se entusiasmaba esperando los mejores augurios en el año nuevo; muchos tenían la creencia o el presentimiento de que algo nuevo y bueno tenía que ocurrir, de ahí que se notaba un ambiente de entusiasmo para recibir al año.
Desde épocas lejanas existía la costumbre de que la mayor parte de la población se reuniera en la Plaza principal, adonde acudían de todos los barrios y no faltaba la banda de música que aumentaba la expectativa con sus alegres piezas para esperar las ansiadas doce de la noche, al filo de las cuales se echaban al vuelo las campanas de todas las iglesias, se apagaban las luces a la precisa media noche, se entonaba el Himno Nacional y comenzaban los abrazos, la euforia daba expansión a la alegría contagiosa entre toda la concurrencia, todos parecían unirse en sentimientos de bondad mientras los chiquillos hacían reventar cuetillos, encendían luces de bengala y la algazara se desbordaba por todas partes; luego la gente se desparramaba yendo a llenar los salones del Club Social, restaurantes, bares y cuanto negocio aprovechaba para hacer entusiasmar con su música de orquestas, estudiantinas u ortofónicas, y allí comenzaba la fiesta con la reventazón de botellas de sidra, champán y otras bebidas, todos aparecían contentos, dispuestos a brindar por el año nuevo, prolongándose las fiestas hasta el amanecer. El mismo día primero del novísimo año la gente se quedaba en sus casas, otros salían en busca de distracciones por los diferentes locales y quintas, continuando la alegría por todas partes. Este desbordante entusiasmo se expandía por el campo formando una atmósfera como de carnaval, no sin razón se cantaban aquellas alegres tonadas repetidas todos los años nuevos con verdadera emoción:
“Estas son las flores blancas,
principios del Año Nuevo,
a buscar amor se ha dicho
amor que no tenga dueño...”
y se expandían los espíritus con promesas y esperanzas de una nueva vida, nuevos amores, nuevas ilusiones...
REYES.
Fiesta religiosa que se aprovechaba para hacer dar misas a los Niños que no tuvieron la oportunidad de hacerlo anteriormente, debido a la ocupación que tuvieron los sacerdotes de las diferentes iglesias. Era el día que más se escuchaban bandas y otras músicas acompañando a los adoradores que iban saltando y cantando por las calles llevando al Niño-Dios hasta la iglesia o de vuelta a la casa.
En las iglesias se podía gozar de un alegre ambiente con fragancia a albahacas, nardos y otras flores, mezclada con incienso, mientras en el coro aturdían las pajarillas y los cánticos navideños, haciendo memoria de los tres reyes magos: Gaspar, Melchor y Baltasar, a quienes se colocaban en pequeñas imágenes como adorno del Niño.
Resultaba oportunidad para regalar juguetes a los chiquillos, aquellos sólo llegaban a los hijos de gente pudiente, pero no era motivo de envidia porque felizmente todavía no se había comercializado esa costumbre de regalar algún presente como lo hicieron los reyes de oriente cuando fueron a visitar al naciente Niño de Belén; tampoco aún no se había expandido esa costumbre convirtiéndola en obligación; sólo regalaba el que tenía y casi no se notaba, puesto que los juguetes eran sencillos, nada onerosos, hechos por las mismas mamás, pero costumbre al fin, pocos. Es que todas las festividades religiosas conservaban su profundo sentido espiritual sin mixtificaciones mercantilistas, sino sencillamente sanas, puras, ingenuas.
COMADRES Y COMPADRES.
Costumbres que el pueblo conserva y sigue a través del tiempo fueron aquellos de nombrar o elegir el parentesco espiritual, a cambio de un regalo o presente y que se conocía con el nombre de “Comadre” si se trataba de mujer y “Compadre” si de hombre, incluso se consigna en el calendario gregoriano como fiestas que se celebran dos jueves antes, para el uno y un jueves antes al domingo de Carnaval para el otro, como prolegómeno de esta fiesta.
En tiempos de relativa bonanza se acostumbraba preparar una buena torta, hecha en casa, adornarla con flores, albahacas, serpentinas y servilletas de colores, para mandarla en una amplia bandeja o charola hasta la casa de la persona elegida; otras veces se acompañaba a la torta frutas seleccionadas y hasta un corderito o chanchito tiernos. Esta preocupación consistía en demostrar objetivamente el aprecio, la simpatía o verdadera amistad hacia la persona escogida; claro que en este aspecto predominaban las mujeres, ellas entre sí buscaban a las comadres y sellaban el vínculo mandándole aquellos presentes; la que recibía, de hecho se consideraba obligada a dar resultado, que por seguro era de aceptación; ya sea yendo a buscar a la remitente para agradecer la distinción o enviando para el año siguiente igual obsequio, con lo que quedaba establecido el vínculo o compadrazgo, pero éste además de la amistad recíproca, sujetaba a las comadres a respetarse, ayudarse en toda ocasión y llamarse comadres.
También se acostumbraba designar compadres y entonces éstos tenían que corresponder con un regalo de mayor significación.
Esta singular costumbre era llamativa, pues desde por la mañana del día señalado se veían circular por las calles a sirvientes o hijas de familia llevando las adornadas charolas, corderos o chanchitos, ya se sabía como signo inequívoco de que había comenzado la fiesta de comadres y entonces se ponía en evidencia la curiosidad de la gente que preguntaba para quién o de quién era el compadrazgo. Contaban que en ciertos barrios populares se organizaban fiestas para retribuir o manifestar conformidad a las elecciones recibidas, armándose jolgorio entre comadres y compadres, no me consta.
Esta costumbre, tan sencilla como bonita, fue perdiendo su originalidad después de la guerra, porque parece que ya comenzó a primar el interés materialista en los compadrazgos y entonces aquel espiritual vínculo fue desvirtuado y sustituido ya no por la sinceridad, sino por el simple afán de conseguir provecho a costa del prójimo.
EL CARNAVAL.
Quizás muchos dirán: “Esta fiesta universal del paganismo en la que se rinde culto a Momo es corriente como en todas partes”, pero si yo le dedico una Estampa, es porque en Tarija esta fiesta de la alegría tenía su peculiar característica, encanto y colorido, muy diferente a otros lugares, por eso vale la pena rememorar los viejos y lindos carnavales de la tierra, acordándonos de aquellos afanes preliminares para organizar comparsas, juntar platita y guardarse las ganas para esa especial ocasión en que chicos y grandes, jóvenes y viejos, varones y mujeres, gente de la ciudad y del campo, dan rienda suelta a la alegría, divirtiéndose de acuerdo a tradicionales costumbres.
Los primeros pasos, luego de organizar las comparsas fijándoles nombre, acordando modelos y colores de los disfraces y señalando casas de reunión, había que designar a los “padrinos”, escogiéndolos de entre las personas “pudientes” reconocidas por su entusiasmo y generosidad; luego venía el trabajo para las costureras que debían preparar los disfraces, mientras que los componentes de cada comparsa se dedicaban a ejercitarse en la música y canción que adoptarían, para corearla durante todo el carnaval.
En muchas casas se comenzaban a buscar los cientos o miles de cascarones de huevos que durante todo el año se había ido juntando para llenarlos con aguas olorosas de albahacas y agua florida, pues los cascarones fueron la principal diversión, aunque algunas veces tuvieron consecuencias desagradables al arrojarlos sobre partes delicadas de la cara. En cambio por los barrios de San Roque, el Molino y la pampa, las tinajas de chicha estaban llegando “a su punto” para ser embotelladas y consumidas durante las fiestas.
Todo este afán, en el que tampoco faltaban los “estrenos”, contratación de orquestas y otros preparativos, llegaba a su culminación el domingo de carnaval. Desde por la mañana comenzaban a aparecer disfrazados con sus cintas impresas con el nombre de cada comparsa, aparte de que algunos de los más entusiastas preparaban bandos jocosos en los que se incitaba a la general alegría y se “tomaba el pelo” a la gente más seria. Pasado el mediodía se veían a las diferentes comparsas dirigirse a las alturas de San Roque, unas a pie, otras en camiones bien engalanados, autos descubiertos y decorados con flores y papeles de color, algunos lo hacían a caballo y hasta los más chistosos y originales iban en burros; todos se concentraban en la plazuela en espera de la orden de iniciación del famoso corso o “entrada”.
Las comparsas formadas por gente de diferentes edades, pero predominando la juventud, con sus lindas chicas disfrazadas de colombinas u otras, cubiertos los grandes ojos con coquetos antifaces, otros artísticos disfraces de gitanas, campesinas europeas y, en fin, de todo lo que daba el ingenio, habilidad y buen gusto, esperaban ansiosas en sus respectivos bulliciosos grupos acompañados de bandas, orquestas, estudiantinas, conjuntos de guitarras y hasta flauteros que hacían música contagiosa y alegre levantando el entusiasmo, iban provistas de sendas bolsas repletas de serpentinas, mixturas, matracas y cuanto artificio se inventaba para meter bulla y animar el carnaval; entre tanto la gente de todos los barrios llenaba los balcones, puertas, ventanas y el último espacio que quedaba en las calles por donde pasaría en su loca algarabía el festivo cortejo de las farándulas; en la Plaza llegaba un momento en que no cabía ni un alfiler en veredas, balcones y sitios destacados, a tiempo que la banda departamental “atacaba” desde el kiosco con carnavalitos y aires populares levantando los espíritus y convirtiendo todo el ambiente en una nerviosa expectativa.
LA ENTRADA O EL CORSO.
Cuando toda la concurrencia llegaba al frenesí de una chispeante emoción, desbordando todo el trayecto a lo largo de la calle Gral. B. Trigo, la Plaza íntegra y gran parte de la paralela calle Sucre, marcando las dos de la tarde comenzaban a escucharse los aires carnavaleros con un rumor y bullicio que llegaba desde la parte más vistosa de San Roque y aparecía el primer vehículo que encabezaba la farándula carnavalera, parecía como si una corriente eléctrica hubiese bajado desde arriba hasta 6 cuadras abajo, toda la gente se movía y estremecía para apreciar y gozar con las comparsas también presas de nerviosa alegría; entonces comenzaba la “entrada” o sea que verdaderamente el carnaval hacía su ingreso hacia aquella bullente multitud; todos esperaban para intercambiar multicolores serpentinas que se arrojaban desde balcones, ventanas, puertas y las mismas aceras, igual cosa hacían los carnavaleros que ingresaban metiendo estruendo, gritando los estribillos y cantando las canciones de sus respectivas comparsas; el entusiasmo general a medida que avanzaban los camiones, disfrazados a pie y montados, se iba tejiendo una tupida urdimbre de serpentinas que llegaban a formar vistoso dosel entre alambrados de la luz eléctrica, balcones, árboles y la misma gente ubicada en la calle, resultando una fantástica alegría de color, agitar de brazos para hacer llegar más certeramente sus disparos de serpentinas, aplausos, risas y toda una fiesta de locura.
Los nombres de las comparsas eran a cuál más jocosos e interesantes, habían los “A tí que te importa”, “Sin chicas ni padrinos”, “Corazones sin rumbo”, “Los 3 tristes tigres”, aunque eran más de 40, “Los boquerones”, los “Ku-Klux-Klan” y, en fin, cuanto título que la imaginación carnavalera podía adjudicar a los diferentes conjuntos; los había de viejos y de chiquillos, predominando los jóvenes; después de pasar decenas de autos con la capota abierta, como se acostumbraba entonces, bien enflorados, camiones artísticamente decorados, enmascarados jinetes, aparecían las comparsas de a pie, precedidas de sus conjuntos musicales. En esos añorados años recuerdo a serios caballeros —para otras oportunidades— como don Juan de Dios Shigler, José Sosa, Jesús Gaite, Juan Cholee y tantos otros, blandiendo sendas guitarras, mandolinas y violines, llenando el espacio con sus alegres melodías, todos bien cubiertos los cuellos de serpentinas, con bigotes y narices postizas, haciendo gozar a la concurrencia; más atrás solía aparecer algún año, en un auto de esos que se les bajaba la capota, convertido en larga cuna llevando a don Adolfo Schnorr echado sobre toda su voluminosa humanidad, vestido con ajuar de guagüita como cuando la llevan a “olear” y mamando un enorme biberón de cerveza; otros años aparecían los señores Estrada “mono pintacho” que le decían, don Clemente Vásquez, Teodoro H. Vaca, Zenón Colodro, don Mauro López y otros caballeros disfrazados de “boquerones” con sus enormes “jetas” coloradas pretendiendo besar a las damas espectadoras; siempre fue una fiesta de buen humor, entusiasmo y verdadera habilidad para festejar al dios momo.
Cuando la cabeza del corso estaba llegando a la Plaza, las comparsas llenaban las seis cuadras formando un polícromo espectáculo; al final y casi entrada la tarde, aparecían las comparsas populares de las lindas “sanroqueñas” de polleras, bien enfloradas, la cara pintada y los cabellos blanqueando de harina, pues se acostumbraba jugar con ésta; todas iban acompañadas por sus parejas de jóvenes o caballeros conocidos que se ponían las mantas alrededor de los hombros en lugar de las buenas mozas que salían en talle, algunos llevaban chacras, banderas de color y las infaltables guitarras, todos bailando y cantando.
BAILE POPULAR.
Después que la farándula daba una vuelta completa por la Plaza, donde la gente “hervía” de entusiasmo, las que iban en vehículo o montadas continuaban por la calle Sucre, otras comenzaban a ingresar al Club Social que abría sus puertas de par en par y allí se armaba el más lindo y delirante baile de fantasía sin distinción de clases sociales; todos chicos y grandes, llenaban patio y salones para bailar hasta cansarse; mientras tanto en todo el trayecto recorrido por el corso, se iba quedando toda una estela de serpentinas que muchas veces llegaba hasta las rodillas formando mullido alfombrado con la mixtura.
Cuánto derroche de entusiasmo y papeles coloridos, cuánta alegría sana y desbordante se podía apreciar en todas aquellas inolvidables “entradas” que duraban hasta el anochecer; luego se desparramaban las comparsas y disfrazados tirando “chauchitas” seguidas por enjambres de chiquillos que se disputaban los “reales” y “medios” al grito de “chauchita, chauchita, generosa chauchita”, donde se arremolinaban los muchachos para alcanzar las monedas que por costumbre votaban a veces a manos llenas los generosos y entusiastas carnavaleros.
Y… SIGA EL ENTUSIASMO
Y las fiestas continuaban en cuánto local público y de las comparsas se preparaban a propósito; allí se hacía gala de mayor euforia gritando, bailando y saltando “hasta que las velas no ardan...” Por toda la ciudad se escuchaba el rumor de música y jolgorio.
Los días lunes y martes de carnaval ya éste tomaba diferente aspecto, pues desde tempranas horas las comparsas y la juventud carnavalera salían a las calles a jugar con cascarones y agua, correteando a las chiquillas y tratando de mojar a cuanta gente pasaba por allí; se arremolinaban en el centro de la Plaza para zambullirse en la hermosa fuente y desde allí perseguir a las muchachas para hacerlas darse un obligado baño, mientras que por todas partes recorrían arrojando cascarones, también en ciertas zonas jugaban con harina blanca y de colores, mientras que en otros lugares continuaban las fiestas y la alegría.
Lindo y divertido fue el juego con cascarones cuando se los hacían reventar en la cabeza o en alguna parte blanda del cuerpo, pero resultaba peligroso cuando se disparaba con fuerza y afectaba a la cara o los ojos, hubieron desgracias, quizás por eso pasados algunos años se los prohibieron, pero quitaron un buen atractivo al carnaval.
Había que ver a grupos de muchachos con sus enormes canastas repletas de cascarones —que creo ya lo dije— consistían en cáscaras de huevos llenas de agua olorosa con albahacas o agua florida y tapados con una tela pegada con sebo; esos vendedores seguían a las comparsas u otros grupos de jóvenes que recorrían las calles jugando y lanzando los cascarones.
EL CARNAVAL EN EL CAMPO.
Con motivo de la guerra del Chaco, llegaron a suspenderse los carnavales en la ciudad, pero la gente se dio modos para continuar con la costumbre y optó por ir a las campiñas vecinas como El Puente de Tomatas, San Luis o La Banda, donde se continuaba bailando y jugando, uniéndose así a campesinos que tenían también sus propias diversiones atrayentes, como el reunirse en determinadas casas para festejar con música de erke, caja y bombo, para luego recorrer los campos tocando estos alegres instrumentos, montados en lindos caballos llevando a sus buenas mozas en las ancas; en cada “tomada” era costumbre ingresar caballo y todo hasta el patio y muchas veces ingresar hasta el centro de la sala para saludar a la dueña de casa y luego comenzaban las canciones, los contrapuntos y todas aquellas escenas campestres típicas de una sana diversión; la gente de la ciudad se confundía con los chapacos y también bailaba, brincaba y zapateaba alegremente gozando de la simpática estridencia de erkes, cajas y bombos, mientras que otros grupos se internaban en las huertas Y jugaban con aroma, romaza y otras hierbas del campo; parece que esta costumbre se arraigó, porque según me cuentan, sigue la gente de la ciudad saliendo al campo los lunes y martes de carnaval.
Toda esta linda y alegre fiesta se repetía año tras año, con mayor entusiasmo y más derroche, pero después del año 1.940 me contaron que todo aquello decayó notablemente; es una lástima porque resultaban hermosos los carnavales de mi tierra, como nunca volví a ver otros iguales en todo mi peregrinaje por diferentes lugares.
DESPUÉS DE LA ALEGRÍA VIENE EL ARREPENTIMIENTO.
LA CUARESMA.
El miércoles de ceniza terminaba el carnaval y toda aquella gente que había hecho desborde de alegría y entusiasmo, se recogía contrita yendo desde la madrugada a misa, adonde seguramente se arrepentían de todos los excesos y muy respetuosamente se recibía la bendición saliendo renovados con la señal de la cruz marcada con ceniza en la frente.
Comenzaba la cuaresma que tan religiosamente se la seguía, cumpliendo los preceptos de vigilar todos los viernes, absteniéndose de comer carne, confesarse y comulgar “si quiera una vez al año” como manda la iglesia.
Estricta e interesante resultaba la vigilia, se preparaban comidas especiales a base de huevos, queso, choclos, humitas y fruta; las personas más piadosas acostumbraban los ayunos y la comunión para cada viernes; la abstención se la cumplía escrupulosamente en lo que concernía a evitar fiestas y regocijos durante toda la cuaresma; las normas trasmitidas desde antiguas generaciones obligaban al recogimiento, la meditación, penitencia y la enmienda, asistiendo con mayor frecuencia a las iglesias, principalmente a escuchar los admonitorios sermones que pronunciaban escogidos sacerdotes, y a ellos se llevaba a toda la familia y a la servidumbre.