El disco heredado
Pasó casi desapercibida, pero el lunes 17 de abril se presentó “El Disco de Piedra”, de la autora paceña Geraldine Ovando De la Quintana, en el Auditorio del Patio del Cabildo.



Luego de 80 minutos conociendo el pueblo de San Lucas, Chuquisaca, a través de la búsqueda de la comunicadora, documentalista, cineasta y poeta, Geraldine Ovando (en portada), la audiencia asistente tuvo opiniones encontradas. “El Disco de Piedra” no es la pieza audiovisual a la que una gran tajada del público se ha acostumbrado. Más bien plantea su propio lenguaje y ritmo, y una vez que los ha delineado, ensaya con ellos una transmutación de la memoria colonizada al recuperar la voz y la presencia de sus protagonistas, la Enri y la Reyna.
“Ya no es aquel misterioso pasado indígena, sino esta bisabuela mía que vestía pollera”
La ópera prima de Geraldine comienza a girar cuando acompaña a la Enri, Enriqueta, su abuela, de vuelta al pueblo al que nunca más volvió en busca de la cara perdida de su identidad. “Algo había en el pueblo de San Lucas que guardaba esta verdad no revelada de la familia, esta identidad que todos los bolivianos llevamos como una suposición, pero que cuando se le da un cuerpo y un nombre cobra otro sentido”. El hallazgo que hacen juntas es el oro de cualquier documentalista: una foto de Severa, la bisabuela, “una imagen real de ella que da otro trasfondo a la historia de la familia. Ya no es aquel misterioso pasado indígena, sino esta bisabuela mía que vestía pollera”.

Así, el documento se convierte en una manera de mostrar cuán hondo ha calado la colonia en la historia y la memoria de nuestras familias y nuestros cuerpos. Esto se hace evidente cuando, merced al primer hallazgo, Geraldine recupera a Reyna, la “empleada que trabajaba en mi casa y a quien mi abuela no nos dejaba acercarnos”, y la hace pieza importante en la reflexión sobre la insistente negación de los orígenes indígenas a través de imágenes donde la vemos esquivar la mirada e intentar hundirla, en medio de sonrisas, en el fondo de un plato de metal cubierto de sopa, en el que, quizá, escribe con una cuchara de peltre su propia memoria.
Geraldine encontró la voluntad de mirar profundo en la labor de sus padres, quienes hicieron una vida trabajando con la productora audiovisual Nicobis, que ahora ella y su hermano, Mauricio Ovando, heredan para continuar la labor. “Él también es un gran maestro para mí. Es el primero que abrió una gran puerta en nuestra memoria familiar con su película (Algo Quema, 2018). Sin duda, todos ellos han abierto puertas a nuestra posibilidad de reobservarnos”. Para lograr este ejercicio, ella recomienda cuestionar los modos en los que hacemos cine. “En Bolivia no existe una industria, y pretender los montos exorbitantes y equipos de otras películas es lo más irreal. Todas las miradas son válidas y posibles, pero nuestro cine tiene que adaptarse a modos de producción que se ajusten a nuestra realidad”.

En la realidad de San Lucas, hubo y hay una escritura ancestral hecha en discos de piedra y barro. Geraldine iguala la memoria a la materia de esos discos, y nos dice que aquella es “dura cuando permanece inmóvil, pero frágil cuando se la toca”. El cine también tiene sus discos ancestrales. El más simple de ellos, un taumatropo, ese pequeño disco de cartón con imágenes en ambas caras, por ejemplo, un ave aquí, y una jaula allá, que, al girar con la torsión de dos cuerdas en los extremos de su diámetro, sobrepone las imágenes y crea una tercera en la que vemos al ave enjaulada. El hallazgo de Severa hace que Geraldine complete la cara vacía de su propio taumatropo con una pollera. Y es así que pone en marcha el dispositivo de aceptación de nuestra ancestralidad.
