Keir Starmer o la esfinge de Giza
El líder laborista juega bien al fútbol y es un apasionado del Arsenal, Daniel Barenboim y las sonatas de Beethoven
El líder laborista Keir Starmer no sería más expresivo si fuera un muñeco de cera en el museo de Madame Tussauds. De él se podría decir lo mismo que de los gallegos, que si te lo encuentras en medio de una escalera no sabes si está subiendo o está bajando. ¿Viene de la izquierda auténtica y va hacia la derecha? ¿O acaso es un actor consumado y está simulando que se ha vuelto un sucedáneo de conservador para regresar en cuanto pueda –y llevar con él al país– a sus orígenes socialistas?
La cosa es que Starmer es tan enigmático como la esfinge de Giza, y su rostro, erosionado por 61 años de una vida intensa, no dice nada, o dice cosas distintas y distorsionadas según lo que cada uno quiera ver, como en un espejo de feria. ¿Cuál es su auténtica identidad? ¿Es todavía la del estudiante idealista que citaba de memoria a Bakunin, Marx y Lenin, escribía en una publicación titulada Alternativas Socialistas , se declaraba antimonárquico, simpatizaba con las causas anticoloniales (empezando por la irlandesa), ofrecía consejo legal a las prostitutas que vivían en el piso debajo del suyo, representaba a los mineros en huelga, pleiteaba contra grandes empresas por violar las normas medioambientales y combatía la pena de muerte en los países de la Commonwealth? ¿O acaso ha hecho plenamente suya aquella máxima de que quien de joven no es de izquierdas es que no tiene corazón, y de mayor no es de derechas es que no tiene cabeza, y ahora cree firmemente en la moderación aburrida y las políticas económicas conservadoras?
Entró tarde en política, tras una larga y brillante carrera legal que culminó como fiscal general del reino
La izquierda auténtica se aferra a la esperanza de que el progresismo de Starmer siga latente, sólo que se ha puesto una máscara para ganar las elecciones. Y la derecha tiene pavor a que así sea. Mientras tanto, la inmensa mayoría de británicos no saben qué pensar.
Keir Starmer es un enigma, lo mismo a nivel personal que político. La percepción generalizada de él es que es un tipo inteligente pero aburrido y soso, que no se moja en nada, mira por dónde sopla el viento y hacia allí va, de ahí que haya escogido la línea de mínima resistencia para llegar a Downing Street. Su círculo de amigos lo describe en cambio como alguien divertido y marchoso, gregario, ameno, interesante, cordial, cultivado, hincha apasionado del fútbol en general (lo juega a un nivel bastante competitivo) y del Arsenal en particular, buen bailarín, aficionado a las sonatas de piano de Beethoven (toca el violín y la flauta) y admirador de Daniel Barenboim, perfectamente capaz de animarse y ponerse a cantar en una fiesta (aunque la número dos del Labour, Angela Rayner, dice que jamás en la vida se le ocurriría llevarlo de pareja a un karaoke).
Las personas más próximas a él aseguran que es honrado, decente y auténtico, y que si hay algo seguro es que va a ser un primer ministro extraordinariamente íntegro, con tolerancia cero a la corrupción. Pero quienes no son de su cuerda lo ridiculizan como un prototipo de esas élites intelectuales y metropolitanas que cada vez irritan más a los votantes de fuera de las grandes ciudades (vive en Islington, uno de los mejores barrios de Londres, con Jeremy Corbyn de vecino y cerca de la casa que tenían los Blair cuando eran una familia normal, antes de mudarse a Downing Street). Dicen sus enemigos que es el típico falso progre de champán y salmón ahumado, calculador, que haría cualquier cosa con tal de llegar al poder (de hecho ha purgado de manera inmisericorde y sistemática a toda la izquierda de su partido, ya sea para confirmar su “moderación” o para que no haya nadie que le pueda hacer sombra).
El líder laborista ha hecho un esfuerzo enorme para situarse en el centro del escenario político y mostrar ese pragmatismo y sentido común que era rasgo del carácter británico hasta el calentón del Brexit, pero quienes mejor lo conocen advierten que tiene un punto de arrogancia y es susceptible de mirar por encima del hombro o incluso perder los estribos ante quienes no le siguen la corriente o considera que no están intelectualmente a su altura (algo que también le pasaba a Gordon Brown y Boris Johnson, y algo que la tensión inherente a vivir en el número 10 puede magnificar).
Si su infancia y juventud fueron de clase obrera (como él dice) o de clase media (como piensan muchos) está también sujeto a interpretación. Creció en un suburbio sin especial encanto de Surrey, el segundo de cuatro hijos de Rodney (que trabajó en una fábrica de herramientas hasta tener la suya propia) y Josephine (postrada en una silla de ruedas por una enfermedad, una figura que tiene idealizada), y cuenta que no había dinero para pintar las paredes desconchadas o reponer un cristal roto por un pelotazo. Recibió el nombre de Keir en homenaje a uno de los fundadores del Labour.
Keir Starmer se casó (con Victoria, una abogada) cumplidos los cuarenta, entró en política ya cincuentón después de una carrera legal que lo llevó a fiscal general, y tuvo sus dos hijos relativamente tarde. Hace las cosas sin prisa, pero llega a donde quiere.