Las cumbres de la ONU y el decrecimiento

Ya nadie se siente eufórico al hablar del coche eléctrico ni del hidrógeno rosa o verde, porque en la práctica, la estrategia no está funcionando por motivos obvios: la plata.

Acabó la COP 16 de Cali, una Cumbre especializada en biodiversidad auspiciada por las Naciones Unidas y mañana mismo empieza la COP 29 de Bakú, la otra Cumbre auspiciada por Naciones Unidas, en este caso especializada en el Cambio Climático. La una no acabó bien, de la otra espera más bien poco.

En general, el pesimismo recorre todas las instancias, participantes o no participantes. La pandemia advirtió de que algunas cosas estaban pasando, pero fue la posterior intervención de Rusia en Ucrania, que cambió todo el esquema de aprovisionamiento energético en el hemisferio norte provocando escaladas de precios y mucha especulación, la que vino a confirmar que el individualismo presentista se ha impuesto como piedra angular para interpretar el momento histórico. Seguramente, todos estamos perdidos.

Una de las máximas que engendró el debate en el seno de la ONU era que en ningún momento se podía poner en cuestión la responsabilidad de los países ricos en la destrucción del planeta

La reacción ante la evidencia científica del desastre al que nos encaminamos ha sido de índole espiritual: antes de reconocer que no seríamos capaces de frenar la destrucción, hay multitud de gente negando los datos, eligiendo al más vociferante y haciendo creer que el asunto de estos calores atorrantes y las lluvias torrenciales son parte de un plan conspiranoico de no sé quién para lograr no sé qué.

El pesimismo actual contrasta con aquellos momentos luminosos en los que el mundo parecía unirse para detener su propia destrucción, proponía objetivos del milenio y metas de París. El problema, sin embargo, vino después, cuando alguien empezó a preguntar ¿quién pagaba todo esto?

Una de las máximas que engendró el debate en el seno de la ONU era que en ningún momento se podía poner en cuestión la responsabilidad de los países ricos en la destrucción del planeta ni en sus efectos sobre los países pobres. Era una suerte de elefante en la habitación sobre el que nadie quería hablar. Ni siquiera China que seguía a lo suyo. Cuando llegó la Cumbre de París de 2015 y cada país debió comprometerse individualmente en alcanzar las metas de descarbonización para alcanzar el objetivo acordado empezaron a evidenciarse las contradicciones: Los países pobres comprometían su desarrollo y lo condicionaban a adquirir tecnologías y patentes de los países ricos, mientras guardaban sus riquezas bajo tierra; y los países ricos, ya agotados en riquezas y hábiles expoliadores implementaban planes y experimentos para beneficio propio y aún así, una mínima variación en el objetivo de un país rico implicaba un impacto docenas de veces mayor que el de uno pobre.

Ya nadie se siente eufórico al hablar del coche eléctrico ni del hidrógeno rosa o verde, porque en la práctica, la estrategia no está funcionando por motivos obvios: la plata.

Así, el “fantasma” del decrecimiento aparece en el fondo como la única estrategia que puede resultar viable. El consumo sigue imparable, las grandes tecnológicas y las empresas de logística facturan millones proveyendo de elementos e insumos seguramente innecesarios, peor traídos desde Kuala Lumpur. La clave está en el consumo justo, en el comercio de proximidad, en alargar la vida útil de las cosas que se adquieren. En esos pequeños detalles, tal vez, nos va la vida.


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