Cerrar la puerta

Un día, una serpiente se metió en la madriguera de unos conejos.

Ellos se arrinconaron, tensos, nunca antes habían recibido una visita así.

Pero la serpiente habló con voz suave, casi melancólica:

— No me teman… Estoy sola. No tengo amigos. Solo busco un poco de calor. En mí hay siglos de sabiduría que quiero compartir.

Los conejos se miraron. Dudaron. Pero decidieron darle una oportunidad.

Esa noche escucharon sus cuentos, sus leyendas, su tono hipnótico.

Hablaba como una filósofa. Como una de esas almas antiguas que parecen comprenderlo todo.

Y de pronto…mordió a uno.

Y desapareció.

La noche siguiente, volvió.

— No me echen —suplicó—. Ustedes saben que soy serpiente. Me cuesta no morder. Pero lo intento. Los amigos se aceptan con sus defectos, ¿no?

Los conejos, ingenuos y nobles, dudaron otra vez, y otra vez confiaron.

Conversaciones, risas, cercanía… y otra vez: mordió.

La tercera noche, la madriguera estaba cerrada con una piedra.

Desde fuera, la serpiente se enroscaba, silbaba, susurraba:

— ¡Perdón! Esta vez sí cambiaré.

Solo necesito una oportunidad más…

Pero nadie respondió.

Y entonces bufó con amargura:

— ¡En este mundo ya no hay lugar para los que piensan profundo!

Y desapareció entre las sombras.

Porque a veces, las criaturas más venenosas no vienen con colmillos al descubierto…

Vienen con palabras sabias. Con frases lindas. Con promesas de cambio.

Y aun así… muerden. Siempre muerden.

No lo olvides:

Si alguien te hiere una y otra vez —aunque se muestre sincero, aunque hable bonito, aunque cite a Sócrates o a Buda—no lo dejes entrar más a tu vida.

Incluso si crees que ser bueno es aguantar.

A veces, el verdadero acto de amor es cerrar la puerta.


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