Vida en familia
Cómo hacer para que el niño acepte “nuevos” alimentos
Lo que comemos no depende solo de nosotros y la oferta insana es enorme: así lo explica esta nutricionista Griselda Herrero.



Saber qué comemos y qué conviene que no comamos parece fácil, pero no lo es tanto. En nuestros hábitos influyen factores como la educación alimentaria, las costumbres, el acceso que tengamos a la información o nuestros recursos emocionales, entre otros. Lo que comemos no depende solo de nosotros. El marketing alimentario, la enorme oferta de productos insanos y la normalización del consumo de determinados productos se encargan de poner piedras en el camino hacia una vida más saludable. Algo en lo que hay que incidir este 28 de mayo, Día Mundial de la Nutrición. Un camino que se empieza a recorrer en la infancia y que será más o menos pedregoso en función de nuestra pericia esquivando obstáculos y de lo que vayamos metiendo en nuestras mochilas. Griselda Herrero, dietista-nutricionista y fundadora de Norte Salud Nutrición, nos ofrece un mapa con el que orientarnos en Comer bien en familia (ESPASA); un libro muy práctico con información sencilla y un sinfín de juegos para aprender a comer de forma saludable en casa. Aprender todos, claro, porque si queremos que nuestros hijos e hijas coman mejor debemos empezar antes por nosotros mismos. “¿De qué sirve querer que nuestros hijos coman verdura si nos ven comer a nosotros patatas fritas o dulces?”, se pregunta la dietista-nutricionista. Eso sí, un aprendizaje sin presión, ni agobios, desde la flexibilidad y el disfrute.
PREGUNTA. Derribas ese dicho de que en la mesa no se juega y consideras el juego como una herramienta muy interesante para instaurar unos buenos hábitos alimenticios. ¿Por qué crees que es interesante aprender a alimentarse sano a través del juego?
RESPUESTA: Las investigaciones más recientes con relación al aprendizaje de los niños revelan que el juego constituye una de las formas más importantes en la que los niños obtienen conocimientos y competencias esenciales. El juego es divertido, implica una participación activa del niño, genera motivación e interés, es dinámico, permite a los niños comunicar ideas y entender, fomenta la interacción social y la comunicación y les permite experimentar. Todos esos ingredientes permiten que los conceptos se interioricen mejor y de una forma mucho más agradable para ellos, así que, ¿por qué no utilizar el juego para aprender a comer mejor?
P: De hecho, en el libro vas ofreciendo juegos de todo tipo que has creado junto a tu pareja.
R: Ambos somos muy creativos y estamos siempre intentando innovar y crear cosas diferentes. La idea surge como casi todas las ideas: de la observación y el cuestionarse cómo ayudar mejor y de forma más efectiva a las familias que veo en consulta, a los compañeros del colegio de Nora o a cualquier padre o madre que me pregunta por redes sociales qué hacer para que sus hijos coman mejor. Es mucho más sencillo que un adulto entienda la teoría de cómo deben comer sus hijos, pero no es tan fácil llevarlo luego a la práctica. Y mucho menos si lo hacemos desde la directividad, desde el aburrimiento o desde la incomprensión. Así que, dijimos, ¿cómo podemos ponérselo más fácil y divertido a los padres y a las madres y a sus hijos? Pues… ¡Jugando!
P: ¿De qué depende que un niño o niña coma de forma más saludable?
R: Depende de muchas cosas. La más importante, de la educación familiar que tenga desde el nacimiento. Los hábitos de la familia son cruciales para adquirir hábitos saludables en los niños porque no olvidemos que educamos más con el ejemplo que con la voz. ¿De qué sirve querer que nuestros hijos coman verdura si nos ven comer a nosotros patatas fritas o dulces? Para ello es evidente que debemos disponer de alimentos saludables en casa, porque de lo contrario la elección más sana será complicada. Una vez tenemos unos hábitos básicos en la familia, nunca utilizar la comida como moneda de cambio (premio, castigo, recompensa, chantaje, prohibición, obligación) porque, por un lado vamos a interferir en sus propias y naturales señales de regulación del hambre y la saciedad y, por otro, podemos generar conductas alimentarias inadecuadas ahora o en el futuro. Y por último, añadiría la flexibilidad, que creo que es clave para tener unos buenos hábitos alimentarios. Esto no implica elegir lo que se quiera en todo momento, sino permitir poder modificar decisiones alimentarias, teniendo presentes el objetivo de salud.
P: Dices en el libro que es fundamental tener conocimientos de nutrición para tomar decisiones saludables adecuadas al elegir los alimentos para nuestros hijos, pero que, según ha encontrado la ciencia, en realidad a día de hoy no siempre disponemos de información para tomar estas decisiones. ¿Cómo llegar a esa información?
R: El problema es que esa información sobre alimentación está rodeada de un montón de halos de pseudociencia e intereses alejados de la salud. Para saber que lo que estoy leyendo tiene más o menos evidencia podemos seguir unos consejos básicos: huir de todo aquello que prometa soluciones rápidas, venga en un envase muy adornado o con muchas frases que llamen la atención, lo venda un famoso cobrando por ello, recomiende usar X producto para conseguir objetivos, o que esté alejado del sentido común. Y en todo, caso, ante la duda, acudir a un profesional –que en este caso es el dietista-nutricionista– que te ayude a resolverlas.
P: Ocurre también que el acceso a esa información requiere un mayor esfuerzo por nuestra parte y eso hace que muchas veces acabemos abandonando o no llegando a ella. La cuestión es, ¿deberíamos esforzarnos más en alcanzarla o en realidad deberían ser otros quienes tendrían que hacer llegar esa información al lugar adecuado?
R: Esto es trabajo de todos. Vivimos en comunidad y, como digo en la introducción del libro, todos somos responsables de que nuestra salud sea mejor o no, como sociedad.
En este sentido, claro que podemos esforzarnos en buscar mejor información a nivel individual, pero también es una responsabilidad política y social que se nos facilite dicha información, que se generen estrategias que impidan, por ejemplo, el marketing alimentario que confunde a la población (como las alegaciones nutricionales o el nutriscore), que se trabaje desde todos los ámbitos por una sociedad más saludable y transparente, no permitiendo a las empresas lucrarse a costa de la salud de la población, fomentando políticas de salud pública que promuevan hábitos saludables y no lo opuesto (desde dietistas-nutricionistas en sanidad pública o en los colegios, hasta prohibiendo las máquinas de vending en hospitales y centros educativos, por ejemplo). Por tanto, no es solo culpa de los padres no tener acceso a una información adecuada. Intentamos hacerlo lo mejor que podemos, pero no nos lo ponen fácil.
P: Te preguntaba lo anterior porque creo que muchas veces se nos exige llegar a una cantidad de cosas inabarcables –conocimientos en nutrición, en sueño infantil, en parentalidad positiva, en hitos de aprendizaje y desarrollo– y eso genera cierto agobio en las familias…
R: Exacto. Agobio, culpabilidad y frustración. Por eso es necesario empezar a abrir un poco la mente y empezar a ser más conscientes de las grietas que tenemos en la estructura social para poder exigir cambios en este sentido. Si desde los estratos sanitarios, educativos y sociales se empiezan a hacer pequeños cambios, todos empezaremos a “desnormalizar” ciertas cosas y a ver la otra cara de la moneda, donde nos será más fácil acceder a una información más acertada.
P: Hablas de “desnormalizar” socialmente las elecciones alimentarias insanas; algo que ocurre sobre todo en determinados contextos. ¿Es posible realmente enseñar a nuestros hijos e hijas a alimentarse sano en un entorno obesogénico como el actual?
R: Posible es, sencillo no tanto. Es cierto que el ambiente que nos rodea nos complica un poco la labor, pero también es cierto que tenemos la responsabilidad de educar a nuestros hijos en hábitos saludables. Y, ojo, esto no significa tener que hacerlo perfecto ni buscar una alimentación 100 % saludable porque eso no es posible ni es saludable y lo único que nos puede generar es frustración.
P: ¿Qué podemos hacer?
R: Creo que lo más interesante es educar a nuestros hijos en valores saludables: desde fomentar el consumo de fruta y verdura, hasta ir a reciclar los plásticos o mantener una correcta higiene del sueño. De forma general, habitual, no los 365 días del año las 24 horas. Si un día no cocinamos y nos vamos al Burguer, ¡genial! Si un día nos acostamos más tarde porque hemos salido a ver las estrellas, ¡genial! Si un día estamos todo el día en el sofá viendo pelis y no hemos hecho ejercicio, ¡genial! Lo más importante es preguntarnos qué normalidad queremos que aprendan nuestros hijos, sabiendo que fuera de nuestra burbuja familiar se encontrarán con otros factores y tendrán que aprender a desenvolverse en ellos. Si nunca le damos un helado a nuestro hijo para que coma saludable, nunca sabrá enfrentarse de forma coherente a ese tipo de alimentos porque no habrá aprendido a gestionar su consumo. Y es que saber comerse un helado también es comer saludable.
P: Y no solo basta con comer de forma saludable…
R: Para mí la salud es mucho más que comer sano. Aprender a comer de forma saludable implica también relacionarse bien con la comida, de ser capaces de comer de forma consciente y no mientras miramos el móvil –que además nos puede incluir mucho en las elecciones alimentarias que hagamos–. Es un tándem con el ejercicio físico y el descanso porque están directamente relacionados entre sí.
P: Mencionas lo de comer mirando el móvil. ¿Cómo son en general nuestros hábitos en la mesa? ¿Sabemos comer en familia?
R: Pues lamentablemente creo que no. Más allá de que comamos más o menos saludable, no le damos la importancia que tiene a comer en familia. Desde familias que no pueden comer juntas en ninguna de las ingestas del día, hasta otras para las que comer juntos solo implica estar sentados en la misma mesa –mientras cada uno está a lo suyo–. En muchos casos es que ni siquiera nos hemos planteado que pueda haber otra forma de hacerlo; es lo que hemos aprendido o lo que hemos sabido hacer en las circunstancias que nos rodean. Quizá es momento de pararse a pensar si hay algo que podamos cambiar para convertir ese momento en un espacio de bienestar, diversión y enriquecimiento familiar.
P: Habrás escuchado muchas veces lo de “mi hijo no come de nada”. ¿Qué hacemos cuando nuestros hijos o hijas no comen una amplia variedad de alimentos? ¿Cuándo debemos preocuparnos realmente?
R: Lo primero, no agobiarnos. Los estudios nos dicen que para que un niño acepte probar un nuevo alimento puede ser necesario ofrecérselo entre 15 y 21 veces. También debemos pensar si realmente es una amplia variedad o no. Me encuentro muchas veces en consulta padres muy preocupados porque sus hijos “no comen nada de verdura” y cuando indagas un poco resulta que comen cuatro o cinco tipos.
Lo segundo es preguntarnos si ofrecemos esos alimentos que no comen en casa, si los comemos los demás o están en la mesa a su alcance. También hay que averiguar qué es lo que impide que los coman, porque esta información nos dará pistas sobre cómo podemos ofrecerlos de otra forma. Y si además implicamos al niño o la niña en su elaboración tendremos más opciones de que al menos lo prueben.
Y por último creo que es importante analizar qué come el resto del día. ¿Es posible que rechace alimentos porque ha estado comiendo otros productos como chucherías, pan o snacks? Quizá es más una cuestión de hambre o de que su paladar se ha acostumbrado al sabor dulce, por lo que es más fácil aún que rechace las verduras.
Todo esto desde la tranquilidad y la normalidad, sin dramas ni mucho menos obligándole a probarlo. Si aún así, nos sigue preocupando, deberíamos consultar con su pediatra y con un dietista-nutricionista.
Comer en familia: una
costumbre saludable
Cuando María Jesús, la pediatra de mis hijos, me aconsejaba desde que empezaban a comer sólido que sentara a los niños a la mesa a comer con su padre y conmigo no podía imaginar la relevancia que realmente tenía la rutina de compartir las comidas en familia. Algo que era tan sumamente habitual en mi infancia hoy está en peligro de extinción. Los horarios de trabajo y del colegio casi nunca permiten compartir las comidas. Y las cenas también se ven amenazadas a veces por las actividades extraescolares, los deberes y los ritmos de vida tan dispares que llevamos. Si ese es vuestro caso, os animo a cambiar la situación: no sacrifiquéis las cenas en familia por nada del mundo.
Esta médica también me orientó en cómo cocinar en casa purés y papillas y me aconsejó evitar los potitos. Lo cual me llevó a buscar comercios en el barrio donde comprar buena fruta y verdura, así como carnes y pescados. Todo esto, que arrancó por su recomendación, ha sido, como decía, mucho más trascendental en nuestra vida de lo que parece. Creo que en ninguna otra etapa de la crianza los padres somos tan receptivos como durante los primeros años de vida de nuestros hijos. Por lo que me parece que esos consejos nos los dio en el momento más adecuado.
De este modo, según los niños dejaban de ser lactantes, comenzamos a adquirir el hábito de cocinar para ellos. Y por insignificante que parezca, he comprendido con los años que tiene, sin embargo, una gran importancia. Arrancaba entonces una nueva responsabilidad para nosotros como padres: la de la alimentación saludable. Alimentar bien a una familia, más allá de la parte económica, implica una larga serie de tareas: aprender a cocinar, buscar recetas que gusten a toda la familia (por suerte hay muchísimos blogs a los que recurrir), planificar las comidas, comprar buen género y, por supuesto, acarrea también bastante trabajo en la cocina. Pero desde mi punto de vista todo este esfuerzo y responsabilidad (compartida a ser posible entre papá y mamá, porque para uno solo puede ser demasiado) tiene su recompensa en el corto y en el largo plazo.
Antes de tener hijos no sabíamos cocinar gran cosa. Cuando solamente éramos dos, no nos hacía falta realmente saber cómo se hacía un cocido. Ni mientras los niños fueron muy pequeños. Pero con el tiempo hemos aprendido a cocinar muchos platos típicos que han pasado a formar parte del ADN de nuestra familia: la paella valenciana con su verdurita, la tortilla de patatas, las lentejas, el cocido ... Y otros muchos platos. Siempre con nuestro toque personal, para que nos guste a todos. Además, me aficioné a la repostería, algunos postres los aprendimos de nuestras au-pairs, como el famoso pudin de tofe con dátiles británico que tanto le gustaba a Amy, una de ellas.
Las comidas en familia no solo son una excusa perfecta para estar todos juntos, sino que también generan un vínculo muy fuerte. Existe como una magia alrededor de ese momento: cocinar, poner la mesa, olvidarnos de las pantallas y hablar de nuestras cosas. Es increíble la atracción que genera una mesa puesta con una cena rica y variada. Creo que no se valora lo suficiente la importancia de cocinar y el impacto que tiene la comida en la identidad de las personas. No únicamente te identifica con tu país, sino también con tu familia.
Por ejemplo, ahora que mi hija mayor se ha marchado a estudiar a la universidad echa de menos el orden de las comidas de nuestro hogar, la certeza de tener un plato caliente a las dos y una cena a las nueve y la variedad de alimentos frescos y sanos en la despensa y en la nevera. Cuando vuelve a casa una de las cosas que más nos une son precisamente esos momentos alrededor de la mesa. Antes de venir ya sabe qué quiere comer cuando llegue. La magia de las comidas engancha.