El abril que vuelve y la esperanza del poder popular
La anunciada salida de Óscar Montes de la gobernación simboliza más que una transición administrativa: es la derrota de una élite que, durante cinco años, fue incapaz de resolver los problemas estructurales del modelo autonomista
Abril parece abrir, una y otra vez, las puertas de la disputa en Tarija. Desde 1817 hasta nuestros días, este mes se ha vuelto un umbral simbólico, un tiempo para cruzar posiciones, contrastar ideas, confrontar creencias sobre el país y, sobre todo, sobre el andar de los tarijeños. Tras meses de agitación, se abre hoy una ventana de oportunidad para el denominado “poder popular”, una posibilidad que no se veía en más de veinte años.
La estadística electoral, más allá de números fríos, nos habla de tendencias sociales profundas. En la elección subnacional de 2005, solo tres prefecturas (Chuquisaca, Potosí y Oruro) estaban en manos del bloque nacional-popular. Sin embargo, desde 2010 hasta el presente, ese control territorial se ha consolidado en cinco departamentos: La Paz, Cochabamba, Oruro, Potosí y Chuquisaca. Podemos afirmar entonces que, en gran parte del país, el germen del poder departamental ha sido, desde la elección directa de gobernadores, mayoritariamente popular.
En contraste, las ciudades capitales han sido territorios de tensión, escenarios de vaivenes políticos donde no se observan patrones estables de control por parte del bloque popular. Ejemplo de ello es el retorno de Manfred a la alcaldía de Cochabamba o el giro discursivo del MSM hacia Sol.bo, una agrupación que adoptó, en la práctica, una orientación conservadora en la ciudad de La Paz.
Las antiguas prefecturas, hoy gobernaciones, son entes administrativos y espacios de irradiación política. Son contrapesos a la lógica elitista de distribución de recursos —una lógica forjada históricamente en las ciudades por las élites— y encarnan, la voz efectiva de la territorialidad boliviana, el instrumento local del país abigarrado.
No obstante, más allá de los datos y los mapas políticos, hay una constante inquebrantable: el bloque popular jamás ha conquistado electoralmente la gobernación de Tarija. Sin embargo, la coyuntura nacional actual abre espacios, una rendija de posibilidad en las formas de disputa del poder local.
Tarija, el departamento más abigarrado del país, vive una fragmentación histórica. La élite del valle central permanece desconectada de otras narrativas y territorios propios del departamento: la chaqueña, la guaraní, la de la zona alta, o la de la migración aimara en Bermejo. Las élites, ancladas en un proyecto conservador que colapso en la última gestión de la gobernación y la alcaldía, se resisten al cambio.
La anunciada salida de Óscar Montes de la gobernación simboliza más que una transición administrativa: es la derrota de una élite que, durante cinco años, fue incapaz de resolver los problemas estructurales del modelo autonomista. Es también la caída de una propuesta tecnocrática, envuelta en promesas de “gestión con experiencia”, que pretendía diferenciar a Montes de Adrián Oliva.
Pero es la división del MAS lo que realmente abre la ventana del cambio. El escaso 1% de apoyo a Arce en las últimas encuestas representa la lápida sobre el capital político, social y simbólico que el MAS alguna vez poseyó en Tarija. Es la demolición de la esperanza en el partido. La élite tarijeña, que se infiltró eficientemente en el partido azul, intentó siempre convencer al bloque popular de su esterilidad discursiva, para reservarse en exclusiva la disputa del poder. Desde Luis Alfaro en 2005, ningún otro representante auténticamente popular ha sido candidato del MAS a la gobernación. Con Arce, se quedó toda la vieja élite tarijeña, entronizada en ministerios y oficinas públicas.
A pesar de ello, los hechos muestran que no han emergido nuevos discursos que inspiren renovación. Ni desde lo popular ni desde lo señorial se vislumbra una transformación profunda del sistema de creencias. Más bien, la élite busca fortalecer su poder simbólico, apropiándose de elementos culturales que no son políticos. Así, por ejemplo, un cañero de San Roque fue utilizado como figura central en la bacanal del 14 de abril, tocando a la medianoche en el parque temático. Estos símbolos, manipulados como trofeos, buscan exacerbar identidades para silenciar disidencias.
La crisis, entendida como método de conocimiento —en el espíritu del pensamiento de René Zavaleta Mercado— puede ofrecernos luz en medio del túnel. Esa luz, en el caso de Tarija podría darse por las movilizaciones dadas por trabajadores precarizados de la Gobernación de Tarija. Es necesario preguntarse: ¿qué hay de universal en sus reclamos? ¿Quiénes son? ¿Originarios, migrantes de primera o segunda generación? ¿Cómo entienden lo regional? ¿Cuántas de las creencias instaladas por la élite siguen siendo incuestionables en su imaginario?, me refiero a estos trabajadores porque en definitiva son parte de lo popular y están en permanente movilización en el departamento, sin embargo, existen otros actores que de igual manera deben ser observados, comprendidos y visibilizados.
El 1% arcista, en tanto símbolo de vacío, ofrece una oportunidad inédita: la posibilidad de imaginar un proyecto autónomo, popular, con capacidad real de gestionar la economía departamental para el beneficio colectivo, a raíz de la permanencia de la elite tarijeña con Arce. Este proyecto implicaría una gobernación productiva, planificadora, articulada con los municipios, capaz de pensar, por ejemplo, en la administración local de las fábricas construidas por el gobierno central en años recientes. Utilizar esas ganancias para garantizar una canasta alimentaria digna, entre otras políticas sociales, tan necesarias ante la crisis que género y sigue generando el grupo social en el poder local.
Tarija, este abril, no necesita solamente discursos ni nostalgias. Necesita creatividad. Necesita salidas. Y, sobre todo, necesita esperanza.