Recuento del tiempo lejano (Cuarta parte)
A un amigo apodado X man lo felicitaba el Día de la Madre, debido a que no trabajaba ni estudiaba no obstante de ser joven, por lo que era aplicable aquello de la ‘ociosidad es la madre de todos los vicios’ y la fecha era propicia para la congratulación. Y como chico descarriado, a pesar...



A un amigo apodado X man lo felicitaba el Día de la Madre, debido a que no trabajaba ni estudiaba no obstante de ser joven, por lo que era aplicable aquello de la ‘ociosidad es la madre de todos los vicios’ y la fecha era propicia para la congratulación. Y como chico descarriado, a pesar del mensaje, no hacía nada a fin de enmendar su conducta. Atento a quienes llegaban del interior o exterior del país, esperaba que lo invitaran a servirse unos tragos o comer las mentadas costillitas de cerdo, a las cuatro de la tarde, hora en que en otra ciudad el popular Bolívar entra en cancha, y en ésta se enfrían las cervezas en un soleada tarde primaveral, o de cualquier otra estación, ya que no hay la del ferrocarril que nunca llegó y sólo hubo un edificio con oficinas abiertas en la avenida costanera. La estación del calor dura cerca a diez meses en la tierra chapaca y casi da la vuelta entera al año.
Salí abogado a finales de 1969 contando 23 años de edad y viajé, una vez más, pero en esta oportunidad a buscar un horizonte y forjar mi destino en solitario, al margen de mis progenitores. La ciudad del Illimani, que me cobijara de pequeño, fue la meta, o la Meca. Me casé el mismo año en la recta final y tuve la dicha de disfrutar del nacimiento de mis hijos, viéndolos crecer y superarse. Trabajé de inicio cuatro horas con retribución de medio sueldo y asesoré a ministros, yo que sólo tenía estudios realizados y no experiencia de vida. Salí adelante, primero como segundo abogado-asesor y luego, transcurridos unos años, ya titular, bajo diferentes denominativos de oficina: Departamento, Dirección Jurídica, Consultoría Jurídica, Asesoría General, etc., etc.
Debido a los cambios políticos en nuestro país pasaron numerosos ministros y me incorporaron después de un trimestre de mi ingreso al Escalafón de Servicios otorgándome grado militar, yo que apenas mandaba a mis hijos y ni siquiera a mi mujer. El ascensorista del despacho ministerial era un piola mayor y solía decirme que ambos, él y yo, habíamos bajado a muchos titulares del ramo; en efecto, él los conducía en el ascensor y yo, antiguo funcionario con estabilidad en la pega, al ser nombrado a inicios de cada gestión anual por Orden General de Destinos, había “bajado” o aguantado a varios ministros en mi largo período de funciones, por espacio de 35 años. Fui asesor, redactor de leyes y decretos, miembro codificador, fiscal militar y redactor de discursos con mil y uno temas, así también pude haber sido payaso de circo por las peripecias humanas, o temperamento de ciertos jefes, ¡claro que esto era más serio que otros papeles…!
En grupo de familiares y amigos, durante varios años, fuimos a observar la entrada del Carnaval orureño, que expone aspectos gratos: los grupos de danzantes, el esmero en el vestuario y la destreza de los músicos, en suma, punto alto por todo ello; pero lo negativo descansa en el estado de ebriedad de gente joven, chicos y chiquillas que abrumados por el alcohol ingerido caían inconscientes en los bancos de la plaza central ante cerros de latas vacías de cerveza. Y al declinar de la tarde, en días de llovizna menuda, propia de la temporada de Carnaval, apenas perceptible, muchos bailarines y músicos muestran aparte del cansancio natural un excesivo consumo de alcohol. Lo jocoso ocurrió cuando de tanto permanecer sentados desde horas de la mañana, y ya cerca del mediodía bebiendo unos copetines de whisky, con un amigo quisimos utilizar un baño higiénico; alguien nos indicó que camináramos una cuadra y media y, al fondo a la derecha, cuando no, nunca falla, advertimos un letrero que decía: “Pare de sufrir”. En son de burla le dije a mi amigo Freddy, apodado el Chacrita por ser stronguista: “aquí debe ser”, ya que no dábamos más con la vejiga hinchada y el padecimiento inaguantable. En efecto, así sucedió, justo al lado de dicha secta religiosa leímos: “Baño público”. ¡Qué bien!, miccionamos y… ¡paramos de sufrir!
Salí abogado a finales de 1969 contando 23 años de edad y viajé, una vez más, pero en esta oportunidad a buscar un horizonte y forjar mi destino en solitario, al margen de mis progenitores. La ciudad del Illimani, que me cobijara de pequeño, fue la meta, o la Meca. Me casé el mismo año en la recta final y tuve la dicha de disfrutar del nacimiento de mis hijos, viéndolos crecer y superarse. Trabajé de inicio cuatro horas con retribución de medio sueldo y asesoré a ministros, yo que sólo tenía estudios realizados y no experiencia de vida. Salí adelante, primero como segundo abogado-asesor y luego, transcurridos unos años, ya titular, bajo diferentes denominativos de oficina: Departamento, Dirección Jurídica, Consultoría Jurídica, Asesoría General, etc., etc.
Debido a los cambios políticos en nuestro país pasaron numerosos ministros y me incorporaron después de un trimestre de mi ingreso al Escalafón de Servicios otorgándome grado militar, yo que apenas mandaba a mis hijos y ni siquiera a mi mujer. El ascensorista del despacho ministerial era un piola mayor y solía decirme que ambos, él y yo, habíamos bajado a muchos titulares del ramo; en efecto, él los conducía en el ascensor y yo, antiguo funcionario con estabilidad en la pega, al ser nombrado a inicios de cada gestión anual por Orden General de Destinos, había “bajado” o aguantado a varios ministros en mi largo período de funciones, por espacio de 35 años. Fui asesor, redactor de leyes y decretos, miembro codificador, fiscal militar y redactor de discursos con mil y uno temas, así también pude haber sido payaso de circo por las peripecias humanas, o temperamento de ciertos jefes, ¡claro que esto era más serio que otros papeles…!
En grupo de familiares y amigos, durante varios años, fuimos a observar la entrada del Carnaval orureño, que expone aspectos gratos: los grupos de danzantes, el esmero en el vestuario y la destreza de los músicos, en suma, punto alto por todo ello; pero lo negativo descansa en el estado de ebriedad de gente joven, chicos y chiquillas que abrumados por el alcohol ingerido caían inconscientes en los bancos de la plaza central ante cerros de latas vacías de cerveza. Y al declinar de la tarde, en días de llovizna menuda, propia de la temporada de Carnaval, apenas perceptible, muchos bailarines y músicos muestran aparte del cansancio natural un excesivo consumo de alcohol. Lo jocoso ocurrió cuando de tanto permanecer sentados desde horas de la mañana, y ya cerca del mediodía bebiendo unos copetines de whisky, con un amigo quisimos utilizar un baño higiénico; alguien nos indicó que camináramos una cuadra y media y, al fondo a la derecha, cuando no, nunca falla, advertimos un letrero que decía: “Pare de sufrir”. En son de burla le dije a mi amigo Freddy, apodado el Chacrita por ser stronguista: “aquí debe ser”, ya que no dábamos más con la vejiga hinchada y el padecimiento inaguantable. En efecto, así sucedió, justo al lado de dicha secta religiosa leímos: “Baño público”. ¡Qué bien!, miccionamos y… ¡paramos de sufrir!