Falleció la reina de Inglaterra a los 96 años tras 70 de reinado
Isabel II y la caída del mayor imperio del mundo
Gran Bretaña poseía más de medio centenar de territorios de ultramar. Bajo su mandato transformó el colonialismo tradicional en un sistema de “relación especial” que ha salvaguardado los privilegios de las empresas británicas



El 21 de abril de 1926, cuando nació la princesa Isabel Alejandra María, primogénita de los duques de York, el principal activo de Gran Bretaña era el imperio sobre el que reinaba su abuelo, Jorge V. Casi todos los grandes conflictos geopolíticos de hoy en día, de Malvinas a Afganistán y de Somalia a Palestina pasando por Hong Kong tienen su origen ahí.
El irascible monarca inglés era también rey de los más de cincuenta territorios (entre colonias, dominios y protectorados) que lo integraban, además de emperador de India. De hecho, en 1911, tras su coronación en Londres, viajó allí con su esposa, la reina María. Los soberanos protagonizaron una fastuosa recepción, estrenaron corona imperial y proclamaron el cambio de capitalidad de Calcuta a Delhi.
El rey también practicó la caza mayor en Nepal, otro de sus protectorados; las crónicas aseguran que mató veintiún tigres. Los flamantes emperadores retornaron a Inglaterra, cargados de trofeos de caza y de valiosas joyas, regaladas por nizams y marajás. La más preciada de sus colonias seguía nutriendo las arcas reales y rindiéndoles pleitesía.
En 1926, el Imperio británico, o “The Empire”, a secas, era parte de la idiosincrasia inglesa. Se celebraban exposiciones y conferencias imperiales, y, pese a los estragos de la Primera Guerra Mundial, la nación aún disfrutaba de los ingentes beneficios que, desde hacía tres siglos, proporcionaban los territorios de ultramar.
India era la joya, pero había mucho donde elegir, porque Gran Bretaña había forjado el imperio más extenso, rico y poderoso de la historia. En su esplendor, durante el reinado de la reina Victoria, una de cada cuatro personas en el planeta eran súbditos suyos.
En el año del nacimiento de Isabel, la Corona regía sobre territorios en Asia (entre ellos, India y Paquistán, Nepal, Birmania, Ceilán, Malasia y Hong Kong), en Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Tenía también vastas posesiones en África, además de territorios en Oriente Medio, el Mediterráneo (con Chipre, Malta y Gibraltar) y América del Sur.
El Imperio se fraguó como resultado de la expansión marítima, y la cantidad de islas que lo englobaban es más que considerable: Cook y Fiyi, Andamán y Nicobar, Santa Helena, Socotra, Seychelles, Mauricio, Bermudas, Trinidad y Tobago, Jamaica, Bahamas...
Cuando Isabel II ascendió al trono en 1952, fue proclamada, “por la gracia de Dios”, soberana del Reino Unido “y de otros reinos y territorios”. Aquí entraba el legado colonial acumulado por sus ancestros, que, formalmente, seguía sumando más de cincuenta territorios, pero que, en realidad, había cambiado en las décadas previas.
Para empezar, algunos de los países más importantes del Imperio ya eran independientes. Esta transformación empezó a mediados del siglo XIX, cuando lord Durham, el administrador colonial en Canadá, recomendó que, para poder preservarlas, las colonias con una mayoría de origen europeo obtuvieran una cierta autonomía.
La iniciativa empezó en Canadá y se extendió a otros territorios escogidos. En 1907, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica también cambiaron su estatus de “colonias” a “dominios”, lo que significaba que podían manejar sus asuntos internos, aunque seguían debiendo lealtad a la Corona y a Londres.
En 1931, a través del Estatuto de Westminster, se reconoció formalmente a los dominios como Estados soberanos. Aquel selecto grupo dentro del Imperio empezó a ser referido como The British Commonwealth, la Mancomunidad Británica.
Nuevo orden tras la guerra
Por entonces, Isabel era una princesa de seis años y desconocía el destino que le aguardaba cuando, tras la muerte de su abuelo en 1936, su tío, Eduardo VIII, abdicó. La Corona recayó en su padre, Jorge VI, e Isabel se convirtió en la heredera.
Los historiadores coinciden en que el declive del Imperio británico empezó durante el reinado de Jorge VI, que acabó con su prematura muerte en 1952. La Segunda Guerra Mundial fue clave para ello: aunque Gran Bretaña resultó una de las vencedoras, su economía quedó devastada por un conflicto del que, además, emergió una nueva potencia mundial, Estados Unidos.
Por otro lado, los territorios del Imperio realizaron una gran contribución al esfuerzo bélico: se calcula que proveyeron ocho millones de soldados, además de bienes esenciales. Las colonias –en especial, en África y Asia– consideraban que se habían ganado su independencia.
La Commonwealth parecía ser la respuesta a aquellas crecientes inquietudes nacionalistas. Sin embargo, la noción de imperio estaba muy incrustada en la psique nacional y, por supuesto, entre la familia real. Una prueba de ello es el discurso que la futura Isabel II pronunció en 1947 desde Sudáfrica, con motivo de su veintiún cumpleaños.
En la alocución –cuyo contendido marcaría su reinado–, la princesa habló de un imperio “que ha salvado el mundo y ahora tiene que salvarse a sí mismo”, e hizo la solemne promesa a sus futuros súbditos: “Que toda mi vida, ya sea corta o larga, estará dedicada a vuestro servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial, a la que todos pertenecemos”.
Como comenta su biógrafo Ben Pimlott, aquella promesa, “casi un voto religioso”, reafirmó a la monarquía británica. “Como el vínculo fiable entre una asociación de naciones y territorios cuyos lazos se habían debilitado por la guerra, la debilidad económica de Gran Bretaña y el ascenso de los nacionalismos”. Por un momento, asegura Pimlott, “el Imperio parecía unido”.
Al servicio de la Commonwealth
El discurso de Isabel también pretendía apoyar a lord Mountbatten, entonces virrey de la India y encargado de lidiar con su traumático proceso de independencia, que culminó en 1948. Este acontecimiento marcó el inicio del fin del Imperio y la consolidación de la Commonwealth, formalizada en 1949 como una asociación en la que las excolonias cooperaran en los ámbitos político y económico.
Como nueva reina y líder de la Commonwealth, Isabel II decidió dedicarse en cuerpo y alma a esta organización: “La Commonwealth no se parece en nada a los imperios del pasado”, dijo en uno de sus primeros discursos como monarca. Desde aquella nueva plataforma, trató de ejercer una nueva forma de soft power, donde la Corona, pese a su papel simbólico, jugaba un papel clave: Hasta hoy en día, las empresas británicas, grandes transnacionales mineras, siguen siendo las de mayor peso en las excolonias.
En 1953, Isabel II fue la primera reina de Australia y Nueva Zelanda en visitar ambos países. La gira fue un éxito: tres cuartas partes de la población la jalearon. Vitoreada por multitudes en el otro lado del mundo, pareciera que el Imperio seguía incólume.
Sin embargo, el papel internacional del Reino Unido sufrió otro revés en 1956, cuando el primer ministro Anthony Eden y su homólogo francés decidieron invadir Egipto, otro antiguo protectorado británico. El objetivo: recuperar el canal de Suez, nacionalizado por Gamal Abdel Nasser.
La operación fue desastrosa, tanto a nivel militar como geopolítico: no recibió el apoyo de Estados Unidos, que, pese a la supuesta “relación especial” con el Reino Unido, detestaba sus ínfulas colonialistas. La crisis derivaría en un bochorno nacional, resumido así por el secretario de Estado de EE.UU., Dean Acheson: “Gran Bretaña ha perdido su imperio, pero aún no ha encontrado su papel”.
El grito de África
Los sobresaltos continuaron: en 1957, Costa de Oro, en el oeste de África, declaró su independencia. La antigua colonia, que había nutrido las arcas imperiales con los beneficios del cacao, el oro y el tráfico de esclavos –uno de los pilares del Imperio– pasó a llamarse Ghana.
Resuelta a no perder las relaciones, Isabel II decidió visitar la nueva nación, pese a las reticencias de sus consejeros. Pero Ghana pertenecía a la Commonwealth, y la reina consideraba que su visita era necesaria para apaciguar al presidente, Kwame Nkrumah, seducido por la otra nueva potencia, la Unión Soviética.
Lo cierto es que Nkrumah quedó encantado con la soberana, con la que bailó en una cena de gala, ante el escándalo de los antiguos oficiales coloniales. La visita, regia pero respetuosa, poco tuvo que ver con la que hicieron sus abuelos-emperadores a India, décadas atrás.
La buena disposición de la reina no impidió que las colonias africanas iniciaran una vertiginosa serie de procesos de independencia. En 1961 fue Sierra Leona, mientras que en 1963, Jomo Kenyatta consiguió una Kenia independiente; era el país donde estaba Isabel II cuando falleció su padre. Le siguieron Malawi y Zambia en 1964, Gambia en 1965 y Lesoto y Botswana en 1966.
Algo similar se estaba produciendo en otros lugares: Jamaica y la Guyana dejaron de ser británicas en 1962 y 1966, respectivamente, mientras que las islas Maldivas y Mauricio lo hicieron en 1965 y 1968. Malta, donde Isabel II pasó “los mejores años” de su vida como joven madre y esposa, se independizó en 1964.
“En los primeros doce años del reinado de Isabel II el Imperio prácticamente desapareció, hasta el punto de que en 1965 el término ‘Imperio británico’ dejó de usarse de manera habitual”, escribe el historiador Ashley Jackson. La reina trató de lidiar con la situación con sus característicos estoicismo y profesionalidad: la Corona nunca faltó a las ceremonias de arriado de la bandera, aunque casi siempre fue representada por el príncipe Carlos.
Cuando el aun príncipe de Gales llegue al trono, heredará la Corona de catorce reinos de la Commonwealth: entre ellos, Canadá, Australia, Papúa Nueva Guinea y la isla de Santa Lucía. Catorce Coronas simbólicas que su madre, entusiasta de esta organización, atiendió con esmero mientras reportan pingües beneficios a los grandes empresarios británicos. Será tarea Carlos mantenerlas o ver cómo se esfuman, de forma definitiva, los restos del que fue el mayor imperio de la historia.
NOTA DE APOYO
Carlos de Inglaterra, el rey que esperó
Carlos de Inglaterra, hasta hoy príncipe heredero, se convertirá en rey de Inglaterra tras el fallecimiento de su madre Isabel II -a los 96 años y tras 70 años de reinado, en Balmoral-.
Pese a que nació en un palacio, el 14 de noviembre de 1948, la vida de Charles Philip Arthur George Windsor no ha sido un camino de rosas. A ello han contribuido las circunstancias, naturalmente, pero también un carácter complicado, en el que se entrecruzan adjetivos como “romántico”; “pomposo”, “riguroso”, “quejica”, “inseguro” y “sensible”. Sus biógrafos coinciden en que se parece muy poco a su carismático padre y a su intachable madre.
De hecho, durante su infancia, los vio muy poco. La reina, coronada cuando él tenía cuatro años, era una mujer ocupadísima y, siguiendo la tradición victoriana, delegó las funciones de crianza de su hijo en una niñera y en su madre, Isabel, abuela a la que Carlos adoraba.
De la intendencia familiar se encargó su padre, el duque de Edimburgo, que no ocultó nunca su decepción ante las pocas aptitudes físicas de su hijo mayor. Fue él quien planificó su educación, mandándole a los dos rigurosos internados a los que él había asistido. En ambos, el joven Carlos sufrió un bullying continuado. Aunque admitió que la experiencia endureció su carácter, no guarda un buen recuerdo de esos años: “Fueron como una sentencia de cárcel”, le confesó a su biógrafo oficial, Jonathan Dimbleby.
En su solemne proclamación como príncipe de Gales, en el castillo de Caernarvon, Carlos sorprendió a propios y extraños pronunciando un discurso en galés. El gesto es una muestra de la sensibilidad de un hombre que no desconoce la empatía, pero que también está acostumbrado a ser el centro del mundo. Y cuando alguien le roba el protagonismo, no lo soporta.
Siempre a la sombra
Cuando contrajo matrimonio con la angelical Diana, Carlos tenía treinta y tres años y dejaba atrás una época en la que era considerado el soltero de oro. Pese a no poseer el atractivo de su padre, la erótica del poder hizo que viviera varios romances con chicas de la alta sociedad inglesa (entre ellas, su actual esposa, Camilla). Sin embargo, su agitada vida amorosa no impidió que siguiera preparándose como heredero: estudió en Cambridge (siendo el primer heredero con un título universitario), cursando disciplinas como la antropología.
Después se formó como piloto en la RAF y como marino en el Real Colegio Naval de Dartmouth, siguiendo la tradición familiar. También, en un intento de impresionar a su padre, jugó intensamente a polo; deporte que requiere una gran preparación física. Como buen aristócrata, adora cazar y pescar, pero ya desde joven combinaba estas actividades con una pasión por la jardinería, la poesía, la meditación, la medicina alternativa y la acuarela. Su primer viaje a Italia le dejó deslumbrado. “Carlos nació doscientos años tarde”, asegura un comentarista real.
A diferencia de su madre, que durante su largo reinado jamás ha emitido una opinión ni ha concedido una entrevista, Carlos ha dicho lo que piensa con frecuencia. Son célebres sus ataques a la arquitectura moderna y la agricultura industrial. Incluso sus críticos le reconocen que fue un ecologista pionero y un empresario de éxito: la venta de los productos orgánicos que se producen en su residencia favorita, Highgrove, le reportan sustanciosos beneficios. Se destinan a sus organizaciones benéficas, dentro de las que destacan The Prince’s Trust, que fundó en 1976 para ayudar a jóvenes sin recursos.
Pese a su filantropía, siempre ha vivido como el millonario que es. Mientras que sus padres desaprobaban las extravagancias, él ha seguido la estela derrochadora de su abuela materna. Vive en lo que la periodista Tina Brown describe como “grandiosidad eduardiana”. En sus cinco mansiones hay un plantel de servicio permanente (el personal en el palacio de Saint James y en Highgrove suma 90 personas), y cuando viaja lo hace precedido de un camión que contiene su cama y otros muebles, incluidos cuadros y cristalería.
A lo largo de su vida ha establecido relaciones estrechas con las opulentas familias reales del Golfo Pérsico, que han sido contribuyentes a sus causas filantrópicas. Esta cercanía ha provocado algún escándalo, además de la irritación de su madre, que siempre prefirió que se concentrara en los países de su estimada Commonwealth.
La relación de Carlos con Isabel II ha sido complicada. En gran parte, por la propia naturaleza del rol de heredero: “Esperar a que muera tu madre es un trabajo horrendo”, señaló Judy Wade, biógrafa de los Windsor. Otras fuentes aseguran que la soberana desaprobaba la personalidad dependiente y quejumbrosa de su hijo.
Pero, como explica la periodista Tina Brown en su libro The Palace Papers, durante años, lo que más le censuró la reina fue su obsesión por Camilla Parker Bowles, la mujer que, según Diana, rompió su matrimonio. Sin embargo, tras la muerte de la princesa y en la que quizá fue la decisión más enérgica de su vida, Carlos le aseguró a su madre que Camilla “no era negociable”. Isabel II, consciente del precedente que había en su familia por asuntos del corazón, cedió y dejó de ningunear a la que fue amante de su hijo.
Finalmente, en 2005, Carlos y Camilla –ambos divorciados– contrajeron matrimonio civil en el ayuntamiento de Windsor. El que ha de ser gobernador supremo de la Iglesia de Inglaterra y su nueva esposa recibieron después la bendición del arzobispo de Canterbury en la capilla del palacio real. La reina asistió a esta ceremonia con mirada impasible, pero, en el banquete, deseó lo mejor a los contrayentes en un afectuoso brindis.
Apoyado por la mujer que ama y le presta atención (“Camilla es la persona que mejor escucha en el mundo”, ha dicho), Carlos de Inglaterra ha caminado con más confianza y felicidad hacia un trono que, en su momento, parecía peligrar. En los años más duros de los escándalos con Diana, fueron muchas las voces que pedían que dejara paso a su hijo Guillermo.
Sin embargo, él resistió, y hoy se augura un reinado corto –por razones de edad– y de transición. El paso del tiempo también suavizó las relaciones entre madre e hijo. En los últimos años, Isabel II delegó tareas clave en su heredero y desarrolló un afecto sincero por su nueva nuera: Camilla es una mujer poco complicada y con una resiliencia más que demostrada, cualidades que admiraba la soberana. Este reconocimiento se plasmó en el discurso con motivo del 70 aniversario de su reinado en el que expresó su “sincero deseo” de que Camilla fuese reina consorte.
Aunque los expertos coinciden en que Carlos es el heredero mejor formado de la historia, le será difícil estar a la altura de su madre. En cierto modo, el destino de Carlos de Inglaterra ha sido estar eclipsado por personas más carismáticas, siempre cercanas a él: sus padres, su primera esposa, sus hijos… Está por ver si esta dinámica cesará en los años de su reinado, etapa que, literalmente, lleva esperando toda su vida.