Las piedras negras

Piedras amarillas, rojas, blancas y grises formaban equipos, paseaban, reían con otras de su especie; pero ella toda negra, no conocía a nadie que se le pareciera.

Una tarde decidió marcharse, “quizás en otro río todas las piedras sean negras”, se dijo. Nadie la echó de menos; es lo que sucede con los números impares: molestan, desproporcionan y es mejor que sean recortados de la ecuación. Comenzó a recorrer el lecho del río; anduvo kilómetros y kilómetros pero lo único que halló fue más de lo mismo: piedras amarillas, rojas, incluso con pintitas de varios colores, pero no encontró ninguna piedra negra.

Un día en el que después de una caminata agotadora se había tirado a descansar le sucedió algo insólito. De pronto, todo se puso oscuro y el suelo comenzó a moverse. No podía ver nada, sólo oía voces de alegría a su alrededor. Cuando abrió los ojos notó que estaba en una caja de vidrio, apoyada sobre una cómoda alfombrilla y muchísima gente la observaba con devoción. Comenzó a sonreír porque eso era lo que había visto hacer a las piedras cuando otras las mimaban.

Cuando se hizo de noche, la gente se fue y todas las luces se apagaron. Con la escasa luz pudo ver, sin embargo, que a su lado había una piedra lila. Comenzaron a charlar y a contarse sus vidas: que eran algo parecidas. Su nueva amiga le dijo que estaban allí por exóticas. ‘Estas personas disfrutan de hallar piedras extrañas y las ponen aquí para que otros vengan a vernos. ¡A que es curioso!’.


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