Los últimos refugios

Dos parabas retozan en una enorme tipa florida. Se percibe el amor en la dulce mirada que se brindan el uno al otro, se vislumbra apego y pasión en el acicalamiento mutuo. Contemplándolas, mientras suenan los cientos de abejas que se dedican a la dulce faena de polinizar las flores, imposible no cavilar que es completamente ilusa la creencia humana de concebirse como ser “excepcional” frente a otros seres vivos en las facultades complejas como el amor.

Las amarillas flores de las tipas se confunden con moradas de jacarandá y rojos retoños de buganvilla. Esa diversidad de colores flota en una psicodélica piscina a la que acuden a saciar la sed (aprovechando el apoyo de las flores y de hojas otoñales) escarabajos, mariquitas, avispas y golondrinas. Más allá, una fuente de piedra se consolida como balneario oficial de picaflores, sayubús, chiwalos y naranjeros.

Entre un ceibo centenario, frondosos jacarandás y la imponente tipa, un aguilucho caminero hace su majestuoso sobrevuelo diario. Su potente graznido sobresale en los atardeceres de matices tornasolados, generando la onírica sensación de no estar más en una desordenada y contaminada urbe, sino –de pronto– encontrarte caminando por un bosque encantado.

Y es que al cobijo de enormes árboles, al arrullo del bambú y en presencia de exuberantes plantas que crecen en libertad, aves cantoras, insectos de labores benéficas y los más variados animalitos vallunos deben presentir que en ese rincón de la hostil Cochabamba no solamente se aprecia su presencia, sino que se la celebra y enaltece

De esa manera, una visita al hotel Aranjuez es como cruzar una máquina del tiempo para encontrarte con lo que contaban las fábulas indígenas sobre valles de árboles gigantes, con los cuentos infantiles en los que habitaban preciosas hadas y gnomos, con los luminosos sueños lúcidos de Lewis Carroll o con una dimensión donde todavía los árboles, los colibríes y las hierbas silvestres tienen cabida. ¿No es acaso ello una excepción en una Cochabamba con 0,76% de áreas verdes arboladas y 2,58% de cobertura arbórea?

Son demasiados ya los lugares encantados que ha perdido Cochabamba para dar lugar al reinado del cemento, del automotor, del desorden urbano y de la basura, triste indicador que da cuenta lo mucho que colectivamente se aprecia el bien común. ¿Cuántos árboles centenarios se sacrificaron para dar paso a mamotretos que crecen como hongos antrópicos? ¿Cuántas áreas verdes se han loteado o trastocado en plástico o concreto para satisfacer la mezquina ambición de tiranuelos de turno? ¿Cuántos corredores y espacios verdes continuará pagando Cochabamba a nombre de una enferma y distorsionada noción de progreso y de pésimas gestiones públicas?

El otro día tuve una pesadilla que es la que me mueve a escribir este artículo. Soñé que el hotel Aranjuez desaparecía como tantos lugares encantados sucumben en Cochabamba, y se convertía en uno más de los lúgubres, cuadrados y grises edificios que proliferan y que aceleradamente engullen todo lo verde y apacible que tenía esta otrora ciudad tan cantada. Ese bodoque cuadrado y gris como una cárcel, fungía reemplazando al ceibo centenario, a la tipa de las abejas, a los jacarandás, a la generosa higuera, a las flores y a las aves. Por suerte, desperté. Desperté para decirles a mis amigos/as del hotel Aranjuez que no se rindan, que no aminoren en su lucha diaria por mantener vivo a ese refugio, al saber que, como muchos otros en su rubro, la están pasando mal por la pandemia y la crisis económica.

No se rindan queridos amigos/as, custodios de un oasis y patrimonio natural de esta ciudad agonizante. Que Cochabamba no se quede sin refugios, que Cochabamba no se torne aún más invivible de lo que ya es.

*La autora es socióloga


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