China se prepara para la guerra comercial de Trump
Xi Jinping subraya que todo el mundo sale perdiendo cuando la relación entre ambas potencias se degrada
Pekín no tiene un gran concepto del próximo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, abanderado de los aranceles a las exportaciones chinas. Su primer mandato mandó pendiente abajo las relaciones entre ambos países, en un descenso que su sucesor, Joe Biden, no quiso revertir. En cualquier caso, el presidente de China, Xi Jinping, felicitó este jueves a Trump por su victoria, no sin advertirle de los beneficios mutuos que se derivan de la cooperación entre potencias y de los perjuicios de entrar en una nueva guerra comercial.
Trump dijo en campaña que gravaría la mayoría de importaciones con un arancel del 10%, que se elevaría al 60% en el caso de los productos chinos. Algo que, de llevarse a cabo, elevaría significativamente la inflación en Estados Unidos, al margen de las represalias chinas. En agosto pasado, EE.UU. volvió a ser, después de varios años, el principal mercado para las exportaciones chinas.
En cualquier caso, Donald Trump está lejos de ser impredecible para China. De hecho, en su día se reunió cuatro veces como presidente con su homólogo Xi Jinping. Los chinos, además, contemporizan con su mentalidad empresarial, abierta a negociar un buen trato, de toma y daca, en lugar de encajonarse en principios inamovibles, de blanco o negro.
China y EE.UU. saldrán ganando con la cooperación y perdiendo con la confrontación Xi JinpingPresidente de China
En este sentido, cabe resaltar que Joe Biden es el primer inquilino de la Casa Blanca que opta por no pisar China desde los años setenta. Una auténtica anomalía. El demócrata también ha tensado la cuerda en el caso de Taiwán más que el propio Trump.
“Una relación sana, estable y sostenible entre China y EE.UU. sería mutuamente provechosa y es lo que pide la comunidad internacional”, expresó Xi, según la agencia Xinhua, antes de añadir su deseo de que “ambas partes mantengan su adhesión a los principios de respeto mutuo y coexistencia pacífica”.
Durante décadas, los Estados Unidos -y los países anglosajones en general- fueron los grandes defensores del libre mercado, mientras la China de Mao Zedong aparecía como sinónimo de hermetismo y cerrazón, como la actual Corea del Norte elevada a la enésima potencia. Los papeles parecen haberse invertido y los Estados Unidos -desde la década pasada- y la UE -en los últimos años- se agarran al proteccionismo para intentar desacelerar el ascenso de China, visto como amenaza a la hegemonía de Washington.
Trump querría profundizar en este guion, pero enmendando, con incentivos, el error de manual de Biden de haber empujado a Rusia, China, Irán y Corea del Norte a convertirse en dedos de un mismo puño. La gran incógnita es cómo piensa hacerlo. Lo mismo puede decirse de su política respecto a Taiwán. Ya ha advertido a la República Popular de China de que les subirá los aranceles “un 150% o un 200%” en caso de que intente recuperar la isla por la fuerza.
La tecnología es el otro frente de disputa, aunque ambas partes cuentan con bazas importantes y el límite a los vetos de un bando está en los posibles vetos del otro.
Para China, un nuevo mandato de Trump es un reto pero también una oportunidad. Podría darse el caso de que ponga paz con Putin en Ucrania, como China desea, mientras envenena todavía más Oriente Medio, en un abrazo todavía más incondicional a la política de tierra quemada de Netanyahu en la Palestina ocupada y Líbano, bajo la lupa del Tribunal Internacional de La Haya. China, sobre el papel, desea todo lo contrario, pero en la práctica, lograría una adhesión todavía mayor de decenas de estados, donde viven más de mil millones de musulmanes.
Visto lo visto, varios países asiáticos, como Tailandia, dan por descontada una guerra comercial entre Estados Unidos y China, de la que no saldrán indemnes. Sin embargo, con la única excepción de Filipinas, los demás países del sudeste asiático prosiguen su acercamiento a la gran potencia regional china, utilizando su buena relación con Estados Unidos, en todo caso, como contrapeso.
La primera ministra tailandesa, Paetongtarn Shinawatra, partía el día después de las elecciones estadounidenses hacia Kunming, China, donde la esperaban varios ministros chinos en una reunión de países ribereños del Mekong. Este mismo viernes, Prabowo Subianto se estrena como presidente de Indonesia con una visita oficial a Pekín, parte de una gira que le llevará también a Estados Unidos, para reunirse con Biden y, quizás, también con Trump.
El propio Xi Jinping prepara ya las maletas para una de sus giras más prolongadas, que a partir de la próxima semana le llevará a Perú y a Brasil, para las cumbres del Foro de Cooperación Asia Pacífico (APEC) y del G-20.
En Asia -Japón y Corea del Sur incluidos- no se olvida que fue Trump quien sacó a Estados Unidos de la asociación de libre comercio transpacífico, que estaba prácticamente firmada y que la mayoría de ellos decidió seguir en sus propios términos, eliminando muchas de las cláusulas de autoría estadounidense.
Trump no tomará las riendas hasta enero y su grado de confrontación con China respecto a Taiwán dependerá del extremismo de su equipo de colaboradores. Se da casi por descontado que Trump empujará a Volodímir Zelenski a aceptar el acuerdo menos malo posible con Vladimir Putin. Una distensión que sería bienvenida en Corea del Sur y Japón, pero también en China, habida cuenta de las derivadas explosivas que podría acarrear la entrada en combate -y sobre todo, la muerte en combate- de soldados norcoreanos en los confines de Rusia bajo proyectiles suministrados por miembros de la OTAN.
También se dibuja un posible repliegue de Estados Unidos. Proteccionismo y aislacionismo definen el trumpismo y el segundo término abre oportunidades para China. Decididamente en África -para mayor gozo, también, de Rusia y Turquía. Pero el desinterés podría extenderse a partes de Asia -de ahí el movimiento en varias capitales- y de América del Sur, con algunas excepciones como la Argentina de Milei. Pekín está atenta al tablero.
Se sabe que el inaudito pulso de Elon Musk al estado brasileño de hace pocas semanas va a tener consecuencias. Muchos fabricantes chinos han visto aumentar su cotización tras la victoria de Trump en tanto que socios de Tesla, la firma de vehículos eléctricos de Musk. Pero en Brasil, acaba de conocerse que el gobierno dará todas las facilidades para la instalación en el país de la firma china, SpaceSail, que compite con Starlink, la otra empresa emblemática de Musk, centrada en los satélites.
En cualquier caso, todo el mundo mide sus pasos para no recibir el pisotón de ningún gigante enfurecido. El mismo presidente Lula busca un difícil equilibrio entre las dos superpotencias, escarmentado por el “lawfare” que le llevó a la cárcel y que defenestró a su sucesora, Dilma Roussef -hoy presidenta del banco de los BRICS en Shanghai. De este modo, Brasilia ha renunciado explícitamente a abrazar las Nuevas Rutas de la Seda propuestas por Pekín, al igual que México, por los mismos imperativos geopolíticos.
Los estado asiáticos -con la excepción de Japón, Corea del Sur y Filipinas, donde hay decenas de miles de soldados estadounidenses estacionados- han demostrado una cintura similar, si no superior. Aliados tradicionales de Washington, como Indonesia, Malasia y Tailandia, son candidatos firmes al ingreso en los BRICS, donde China, Rusia e India llevan la voz cantante.
La más entusiasta es la Malasia de Anwar Ibrahim, donde la indignación de la población malaya es mayúscula tras trece meses ininterrumpidos de matanzas de civiles en Palestina. Pero también Bangkok se ha fijado ya una fecha de ingreso, con escaso margen de bloqueo: agosto de 2025.
Casi toda Asia prefería a Kamala Harris, o sin el desdén hacia Trump de tantos europeos y a sabiendas de que la corriente de fondo ante la que tienen que posicionarse con cautela -el fenomenal ascenso de China y la resistencia de EE.UU. a perder su hegemonía- sigue siendo la misma.