Fujimori, el ‘outsider’ que dividió Perú
La figura del fallecido expresidente autócrata ha marcado la descalabrada política peruana de este siglo
La irrupción en la política peruana de Alberto Fujimori, fallecido el miércoles en Lima, coincidió con los últimos coletazos de las dictaduras militares latinoamericanas. En 1990, el mismo año que Pinochet dejaba el poder en Chile, la victoria de Fujimori en Perú inauguraba no solo una década de mandato que acabaría en autocracia, sino también la llegada de un outsider populista a un gobierno de la región, lo que años más tarde ha acabado siendo frecuente en Latinoamérica. Desde entonces, el fujimorismo y su antítesis han marcado la descalabrada historia de Perú de los últimos 34 años.
Fujimori, un ingeniero agrónomo y rector de universidad de ascendencia japonesa, era un académico casi desconocido cuando anunció su candidatura presidencial y tenía todas las de perder ante el escritor Mario Vargas Llosa. Sin embargo, el juego sucio durante la campaña y el apoyo velado del gobierno de Alan García contribuyeron a su victoria, ocultando el programa neoliberal que aplicaría al llegar al poder y que dejó pequeñas las propuestas derechistas de quien luego se convertiría en premio Nobel de Literatura.
Venció a Vargas Llosa con un discurso populista y acabó huyendo a Japón tras dimitir por fax
Pero no sería la economía la que acabaría abruptamente con su mandato –de hecho, logró reducir la inflación-, sino la corrupción y las violaciones de los derechos humanos, que se desbocaron tras el autogolpe del 5 de abril de 1992, el llamado fujimorazo, cuando el presidente disolvió el Congreso e intervino el poder judicial.
Las evidencias del juego sucio de esos años salieron a la luz con los llamados vladivídeos, una colección de más de un millar de grabaciones ocultas donde quedaba patente que su principal asesor y jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos, sobornaba a políticos, empresarios y periodistas en favor de los intereses del fujimorismo. El escándalo llevó a Fujimori a huir a Japón tras asistir a la cumbre de la APEC de Brunéi, en noviembre del 2000, desde donde presentó su dimisión por fax.
A pesar de todo lo que sucedió luego, con su extradición en el 2007 a Perú desde Chile –a donde había viajado por sorpresa dos años antes- y las condenas de prisión a 25 años por corrupción y delitos de lesa humanidad, su figura marca hasta hoy la política peruana, dividida durante años entre fujimoristas y antifujimoristas.
El fallecimiento del exdictador ha puesto en evidencia una vez más esa división entre sus detractores y sus defensores. Los primeros recuerdan las violaciones de los derechos humanos que se cebaron en los movimientos de izquierdas, campesinos e indígenas, cuando el Grupo Colina, el escuadrón de la muerte del ejército peruano, cometió las matanzas de La Cantuta y o Barrios Altos –por las que fue condenado Fujimori- o las esterilizaciones forzadas de mujeres pobres. Por su parte, los fujimoristas, sin reparar en la guerra sucia, alaban al expresidente por haber acabado con los dos movimientos guerrilleros que aterrorizaron Perú desde los años ochenta, Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).
El MRTA escribió su fin en 1997, tras la toma por parte del ejército –también entre sospechas de violaciones de derechos humanos- de la embajada de Japón en Lima, donde un comando guerrillero había secuestrado a 800 personas de la élite peruana durante cuatro meses, matando a los catorce asaltantes, incluido el líder de la organización, Néstor Cerpa Cartolini.
Fujimori también se anotó el tanto de la detención, en 1992, del histórico líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán. El destino ha querido que el exmandatario haya muerto el mismo día que Guzmán –un 11 de septiembre, en ese caso, del 2021- y a la misma edad, 86 años.
El exmandatario tenía intención de postularse a la presidencia en las próximas elecciones, según anunció su hija
A pesar de sus condenas, la defensa de la década de mandato de Fujimori fue ejercida principalmente por su hija Keiko, que intentó ser presidenta en tres elecciones consecutivas -quedando siempre segunda-, ejerciendo una influencia decisiva como líder del fujimorismo en el Congreso. De hecho, los diputados fujimoristas han jugado un papel clave en los convulsos vaivenes y destituciones presidenciales que ha vivido la política peruana durante este siglo. Casi todos los presidentes peruanos desde Fujimori han estado procesados por corrupción o han pasado por la cárcel, como la propia Keiko, en un país que, a pesar de todo, sobrevive a sus mandatarios.
Enfermo de cáncer, Fujimori murió en libertad en su casa de Lima porque en diciembre pasado el Tribunal Constitucional convalidó el indulto por razones humanitarias que le había concedido en el 2017 el presidente Pedro Pablo Kuczynski, que entonces sería revocado, tras lo cual tuvo que regresar a la cárcel especial de la capital peruana donde acabó cumpliendo 16 años de reclusión. La libertad de Fujimori en diciembre entró en colisión con una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se había posicionado en contra del indulto, ignorada por el actual gobierno de Dina Boluarte, que ha decretado tres días de luto oficial y funeral de estado. La capilla ardiente del autócrata abrió ayer en la sede del Ministerio de Cultura, en Lima, y permanecerá abierta hasta mañana, cuando el cuerpo será inhumado en un cementerio privado de la capital.
Fujimori no podrá ya ser candidato presidencial a las elecciones del 2026, como anunció su hija Keiko hace unos meses.