Chernóbil, las ruinas y las sombras de una catástrofe
Eran los últimos días de abril de 1986, había llegado la primavera y Víktor Kibenok no podía ser más feliz. Su esposa, Tatiana, y él tenían 23 años, estaban enamorados y esperaban su primer hijo, conscientes de la suerte que tenían de vivir en un moderno piso de dos dormitorios en la...
Eran los últimos días de abril de 1986, había llegado la primavera y Víktor Kibenok no podía ser más feliz. Su esposa, Tatiana, y él tenían 23 años, estaban enamorados y esperaban su primer hijo, conscientes de la suerte que tenían de vivir en un moderno piso de dos dormitorios en la ciudad más nueva y glamurosa de Ucrania, tal vez de toda la Unión Soviética.
Prípiat, con 43.000 habitantes, era un monumento al sueño socialista. La avenida Lenin, la principal vía de la ciudad, era amplia y arbolada, flanqueada por relucientes bloques de viviendas de color blanco. Las señales de neón con la hoz y el martillo colocadas en las farolas iluminaban las calles de noche. De día, los rosales en flor alegraban los parques.
Había un teatro en la misma calle en la que vivían los Kibenok, en el que se representaban obras que conmemoraban la revolución de 1917, la victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial y los logros obtenidos por el Partido Comunista desde entonces; tenía la comodidad de contar con un colegio excelente cerca, así como un polideportivo con una piscina olímpica, un restaurante que los fines de semana se llenaba de jóvenes familias, un estadio de fútbol, un hotel de lujo en el que se alojaban las figuras del partido y los científicos destacados que llegaban desde Moscú a inspeccionar la fuente de orgullo, satisfacción y empleo para la ciudad, la central nuclear de Chernóbil, a solo tres kilómetros.
Lo que más ilusión hacía a la joven pareja era que se acababa de terminar la construcción de un parque de atracciones cuya esperada inauguración oficial estaba prevista para el 1º de Mayo, la gran fiesta nacional. Tatiana y Víktor aguardaban con impaciencia el día en el que pudieran llevar a su pequeño a los coches de choque.
Las cosas les iban bien y prometían ir mejor, pero Tatiana tenía un motivo especial para estar contenta de haberse ido con Víktor de su ciudad natal, Ivankiv, a 50 kilómetros al sur. La novia anterior de Víktor había sido la mejor amiga de Tatiana. En su círculo social, todos habían tachado a Tatiana de traidora y ladrona. Nadie parecía echar la culpa a Víktor, a quien sus viejos amigos recordaban como el chico más popular de la clase. Ahora era bombero, y a todo el mundo le gustan los bomberos, pero además era divertido, lleno de energía, afable y listo, dado a soltar ilusionantes consignas filosóficas del estilo: “Disfruta de la vida. No tienes más que una”.
La noche del 26 de abril, justo antes de la 1.30, sonó el teléfono. Se había producido un accidente en la central nuclear. Necesitaban que Víktor fuera inmediatamente. Y aquello fue el fin de Prípiat y del sueño de los jóvenes enamorados.
Al frente de un equipo de siete bomberos que recibieron la orden de entrar en el reactor nuclear número cuatro, cuyo tejado de mil toneladas había saltado en pedazos por una explosión, Víktor cumplió con su deber, plenamente consciente de que podía costarle la vida.
A tropezones entre los escombros, casi sin ver por las nubes de polvo nuclear de un color gris lechoso, él y sus hombres lucharon para apagar las llamas y se expusieron a una radiación un 50% superior al extremo letal que puede soportar un ser humano. El rostro juvenil de Víktor enrojeció en 15 minutos como si hubiera estado todo un día expuesto a un sol feroz, y empezó a caérsele la piel. Pero mucho peores fueron las lesiones invisibles. La radiación empezó a matar en silencio sus células sanguíneas y a atacar sus órganos vitales. Aquejados por náuseas y temblores, deseando creer que se debía al espeso humo, Víktor y sus hombres fueron trasladados en plena noche a un hospital en Kiev, a dos horas de distancia; un par de días después lo llevaron de allá en avión a Moscú.
Tatiana llegó a la cabecera de su cama y le dijo que en su pueblo estaban calificándole de héroe, que habían llegado otros equipos de bomberos de todas partes y las llamas que rodeaban el núcleo ardiente del reactor se habían apagado finalmente al amanecer, con lo que se había conseguido el objetivo crítico de evitar que se extendieran al reactor número tres, que estaba justo al lado.
Pero las consecuencias del desastre habían sido mucho mayores de lo que pensaron en un principio: el mundo entero estaba conmocionado. El viento había arrastrado partículas radiactivas hacia el norte, a la vecina Bielorrusia; se había detectado un aumento de la radiactividad hasta en Dinamarca. Tatiana le dijo a Víktor que temía que no podrían volver a casa. Habían evacuado Prípiat al día siguiente de la explosión, se habían llevado a todos los habitantes en una flota de 1.200 autobuses, y todas sus posesiones habían quedado atrás.
Víktor y su equipo de bomberos permanecieron en una sala aislada, cada vez más débiles y con más dolores a medida que pasaban los días, mientras los médicos debatían, perplejos, cómo salvarlos. Siempre optimista, Víktor instaba a sus camaradas a mantener el ánimo. “¡Aférrense a la vida!”, les decía. El 11 de mayo, no pudo seguir aferrándose más. Murió y los médicos le dijeron a Tatiana que el hijo que esperaba, que pensaban que debía de estar contaminado por el contacto de ella con el padre, debía morir también. Ella siguió su consejo y abortó.
Treinta años después, Prípiat, versión siglo XXI de las antiguas ruinas mayas, es el lugar más tenebroso. Cuando los habitantes, un tercio de los cuales eran niños, recibieron la orden de la policía y el Ejército de subir a los autobuses, el 27 de abril de 1986, lo hicieron creyendo que pronto iban a regresar. Les dijeron que solo se llevaran los documentos de identidad, algo de dinero y la ropa que llevaban puesta. Desde entonces ha sido una ciudad fantasma.
En este Estado radiactivo dentro de un Estado, los bosques son altos y densos, las granjas están en ruinas, y la tierra es llana y está manchada de una contaminación invisible, como permanecerá durante los próximos 100.000 años o más.
El camino para llegar al centro de la ciudad es la otrora espléndida avenida Lenin, que hoy tiene cráteres más que baches, y en la que el paseo que sirve de mediana está repleto de maleza. Los edificios de ocho plantas a cada lado han pasado del blanco al gris, tienen las ventanas rotas y resultan pequeños al lado de unos árboles inmensos que en otro tiempo quizá se podaban pero que nunca más se podarán.
La noria del parque jamás inaugurado al que va a parar la avenida se alza oxidado e inmóvil. También están oxidadas las estatuas de la Segunda Guerra Mundial, cuyo recuerdo los ucranios tienen siempre fresco en sus mentes. Puertas destrozadas, paredes desconchadas, sillas y pupitres rotos son lo que queda de las aulas y los pasillos del mayor colegio de Prípiat, donde, en medio de los escombros y los cristales rajados, se ven montones de máscaras de gas sin usar, muñecas de plástico rotas, mapas polvorientos del viejo imperio soviético y libros de texto en cuyas cubiertas medio desgarradas figuran fotografías de Vladímir Lenin con abrigo, corbata y gorra.
Desde la azotea del edificio más alto de Prípiat, de 16 plantas, se observan los apartamentos destruidos, todos idénticos –dos dormitorios, un pequeño salón, un cuarto de baño y una cocina más pequeños aún– y todos vacíos salvo por algún somier roto o alguna estufa roñosa. No se ve ninguna nevera, ni colchón, ni zapato. Ni un cuchillo o tenedor. Los residentes no volvieron nunca a recuperar sus pertenencias. Todo fue saqueado, dicen, por miembros del Ejército en complicidad con el crimen organizado.
El lugar exacto en el que sucedió la catástrofe, a solo cinco minutos en coche de Prípiat, es un gigantesco solar en construcción, tan dinámico y pululando de vida como muerta está la ciudad. Más de 2.500 trabajadores, empleados por un consorcio internacional que encabeza una empresa francesa llamada Novarka, se empeñan en una hazaña faraónica cuyo propósito es asegurar el reactor nuclear destruido contra las filtraciones radiactivas, al menos durante los cien próximos años. Un antiguo oficial del Ejército soviético, Nikolái Yakovishin, es uno de los ingenieros responsables de la operación. Si antes tenía órdenes de hacer que el mundo fuera más peligroso, hoy dirige una misión para hacerlo más seguro.
Una dura misión
Nikolái, de 59 años, es ingeniero de formación y graduado de élite de la academia militar soviética en Moscú. Su último trabajo como soldado fue ser jefe de gabinete en una base de armamento nuclear secreta en el sur de Ucrania, donde esperaba instrucciones para lanzar misiles balísticos intercontinentales en dirección a Londres, Washington o Nueva York. Por fortuna para el mundo, las instrucciones no llegaron nunca; por desgracia para él, un acuerdo firmado entre Bill Clinton y Borís Yeltsin en 1996 cerró su base y le dejó sin empleo. Nikolái, un hombre delgado y enjuto de rostro curtido, dice que lloró el día que colgó el uniforme por última vez.
Pero entonces el antiguo enemigo acudió al rescate. Una empresa estadounidense le dio trabajo, la tarea de reparar y mantener la maquinaria pesada de las bases militares de ese país en varias partes del mundo.
¿Cuál es su misión? Cerrar herméticamente el reactor que explotó en 1986, para impedir que las 200 toneladas de combustible nuclear fundido, radiactivo y volátil en su núcleo sigan constituyendo un peligro para el planeta Tierra. O, como explica Nikolái: “Conocemos la teoría, la base científica, pero no estamos seguros al cien por cien de la práctica. No sabemos con exactitud qué sucede dentro, cómo está reaccionando el material nuclear o cómo puede hacerlo en el futuro. Lo que sí sabemos es que debemos encerrarlo”.
Un estudio de Naciones Unidas calcula que las muertes directamente relacionadas con la catástrofe de Chernóbil fueron 49, una cifra que incluye al bombero Víktor Kibenok. En cuanto a las muertes prematuras vinculadas con la radiación liberada, el estudio ofrece una estimación de 4.000, por el aumento de los casos de cáncer en las proximidades de la vieja central. Sin embargo, en la ciudad de Ivankiv, donde regreso después de visitar las obras, no están conformes con esos datos.
[gallery type="rectangular" ids="10562,10563"]
Prípiat, con 43.000 habitantes, era un monumento al sueño socialista. La avenida Lenin, la principal vía de la ciudad, era amplia y arbolada, flanqueada por relucientes bloques de viviendas de color blanco. Las señales de neón con la hoz y el martillo colocadas en las farolas iluminaban las calles de noche. De día, los rosales en flor alegraban los parques.
Había un teatro en la misma calle en la que vivían los Kibenok, en el que se representaban obras que conmemoraban la revolución de 1917, la victoria sobre el fascismo en la Segunda Guerra Mundial y los logros obtenidos por el Partido Comunista desde entonces; tenía la comodidad de contar con un colegio excelente cerca, así como un polideportivo con una piscina olímpica, un restaurante que los fines de semana se llenaba de jóvenes familias, un estadio de fútbol, un hotel de lujo en el que se alojaban las figuras del partido y los científicos destacados que llegaban desde Moscú a inspeccionar la fuente de orgullo, satisfacción y empleo para la ciudad, la central nuclear de Chernóbil, a solo tres kilómetros.
Lo que más ilusión hacía a la joven pareja era que se acababa de terminar la construcción de un parque de atracciones cuya esperada inauguración oficial estaba prevista para el 1º de Mayo, la gran fiesta nacional. Tatiana y Víktor aguardaban con impaciencia el día en el que pudieran llevar a su pequeño a los coches de choque.
Las cosas les iban bien y prometían ir mejor, pero Tatiana tenía un motivo especial para estar contenta de haberse ido con Víktor de su ciudad natal, Ivankiv, a 50 kilómetros al sur. La novia anterior de Víktor había sido la mejor amiga de Tatiana. En su círculo social, todos habían tachado a Tatiana de traidora y ladrona. Nadie parecía echar la culpa a Víktor, a quien sus viejos amigos recordaban como el chico más popular de la clase. Ahora era bombero, y a todo el mundo le gustan los bomberos, pero además era divertido, lleno de energía, afable y listo, dado a soltar ilusionantes consignas filosóficas del estilo: “Disfruta de la vida. No tienes más que una”.
La noche del 26 de abril, justo antes de la 1.30, sonó el teléfono. Se había producido un accidente en la central nuclear. Necesitaban que Víktor fuera inmediatamente. Y aquello fue el fin de Prípiat y del sueño de los jóvenes enamorados.
Al frente de un equipo de siete bomberos que recibieron la orden de entrar en el reactor nuclear número cuatro, cuyo tejado de mil toneladas había saltado en pedazos por una explosión, Víktor cumplió con su deber, plenamente consciente de que podía costarle la vida.
A tropezones entre los escombros, casi sin ver por las nubes de polvo nuclear de un color gris lechoso, él y sus hombres lucharon para apagar las llamas y se expusieron a una radiación un 50% superior al extremo letal que puede soportar un ser humano. El rostro juvenil de Víktor enrojeció en 15 minutos como si hubiera estado todo un día expuesto a un sol feroz, y empezó a caérsele la piel. Pero mucho peores fueron las lesiones invisibles. La radiación empezó a matar en silencio sus células sanguíneas y a atacar sus órganos vitales. Aquejados por náuseas y temblores, deseando creer que se debía al espeso humo, Víktor y sus hombres fueron trasladados en plena noche a un hospital en Kiev, a dos horas de distancia; un par de días después lo llevaron de allá en avión a Moscú.
Tatiana llegó a la cabecera de su cama y le dijo que en su pueblo estaban calificándole de héroe, que habían llegado otros equipos de bomberos de todas partes y las llamas que rodeaban el núcleo ardiente del reactor se habían apagado finalmente al amanecer, con lo que se había conseguido el objetivo crítico de evitar que se extendieran al reactor número tres, que estaba justo al lado.
Pero las consecuencias del desastre habían sido mucho mayores de lo que pensaron en un principio: el mundo entero estaba conmocionado. El viento había arrastrado partículas radiactivas hacia el norte, a la vecina Bielorrusia; se había detectado un aumento de la radiactividad hasta en Dinamarca. Tatiana le dijo a Víktor que temía que no podrían volver a casa. Habían evacuado Prípiat al día siguiente de la explosión, se habían llevado a todos los habitantes en una flota de 1.200 autobuses, y todas sus posesiones habían quedado atrás.
Víktor y su equipo de bomberos permanecieron en una sala aislada, cada vez más débiles y con más dolores a medida que pasaban los días, mientras los médicos debatían, perplejos, cómo salvarlos. Siempre optimista, Víktor instaba a sus camaradas a mantener el ánimo. “¡Aférrense a la vida!”, les decía. El 11 de mayo, no pudo seguir aferrándose más. Murió y los médicos le dijeron a Tatiana que el hijo que esperaba, que pensaban que debía de estar contaminado por el contacto de ella con el padre, debía morir también. Ella siguió su consejo y abortó.
Treinta años después, Prípiat, versión siglo XXI de las antiguas ruinas mayas, es el lugar más tenebroso. Cuando los habitantes, un tercio de los cuales eran niños, recibieron la orden de la policía y el Ejército de subir a los autobuses, el 27 de abril de 1986, lo hicieron creyendo que pronto iban a regresar. Les dijeron que solo se llevaran los documentos de identidad, algo de dinero y la ropa que llevaban puesta. Desde entonces ha sido una ciudad fantasma.
En este Estado radiactivo dentro de un Estado, los bosques son altos y densos, las granjas están en ruinas, y la tierra es llana y está manchada de una contaminación invisible, como permanecerá durante los próximos 100.000 años o más.
El camino para llegar al centro de la ciudad es la otrora espléndida avenida Lenin, que hoy tiene cráteres más que baches, y en la que el paseo que sirve de mediana está repleto de maleza. Los edificios de ocho plantas a cada lado han pasado del blanco al gris, tienen las ventanas rotas y resultan pequeños al lado de unos árboles inmensos que en otro tiempo quizá se podaban pero que nunca más se podarán.
La noria del parque jamás inaugurado al que va a parar la avenida se alza oxidado e inmóvil. También están oxidadas las estatuas de la Segunda Guerra Mundial, cuyo recuerdo los ucranios tienen siempre fresco en sus mentes. Puertas destrozadas, paredes desconchadas, sillas y pupitres rotos son lo que queda de las aulas y los pasillos del mayor colegio de Prípiat, donde, en medio de los escombros y los cristales rajados, se ven montones de máscaras de gas sin usar, muñecas de plástico rotas, mapas polvorientos del viejo imperio soviético y libros de texto en cuyas cubiertas medio desgarradas figuran fotografías de Vladímir Lenin con abrigo, corbata y gorra.
Desde la azotea del edificio más alto de Prípiat, de 16 plantas, se observan los apartamentos destruidos, todos idénticos –dos dormitorios, un pequeño salón, un cuarto de baño y una cocina más pequeños aún– y todos vacíos salvo por algún somier roto o alguna estufa roñosa. No se ve ninguna nevera, ni colchón, ni zapato. Ni un cuchillo o tenedor. Los residentes no volvieron nunca a recuperar sus pertenencias. Todo fue saqueado, dicen, por miembros del Ejército en complicidad con el crimen organizado.
El lugar exacto en el que sucedió la catástrofe, a solo cinco minutos en coche de Prípiat, es un gigantesco solar en construcción, tan dinámico y pululando de vida como muerta está la ciudad. Más de 2.500 trabajadores, empleados por un consorcio internacional que encabeza una empresa francesa llamada Novarka, se empeñan en una hazaña faraónica cuyo propósito es asegurar el reactor nuclear destruido contra las filtraciones radiactivas, al menos durante los cien próximos años. Un antiguo oficial del Ejército soviético, Nikolái Yakovishin, es uno de los ingenieros responsables de la operación. Si antes tenía órdenes de hacer que el mundo fuera más peligroso, hoy dirige una misión para hacerlo más seguro.
Una dura misión
Nikolái, de 59 años, es ingeniero de formación y graduado de élite de la academia militar soviética en Moscú. Su último trabajo como soldado fue ser jefe de gabinete en una base de armamento nuclear secreta en el sur de Ucrania, donde esperaba instrucciones para lanzar misiles balísticos intercontinentales en dirección a Londres, Washington o Nueva York. Por fortuna para el mundo, las instrucciones no llegaron nunca; por desgracia para él, un acuerdo firmado entre Bill Clinton y Borís Yeltsin en 1996 cerró su base y le dejó sin empleo. Nikolái, un hombre delgado y enjuto de rostro curtido, dice que lloró el día que colgó el uniforme por última vez.
Pero entonces el antiguo enemigo acudió al rescate. Una empresa estadounidense le dio trabajo, la tarea de reparar y mantener la maquinaria pesada de las bases militares de ese país en varias partes del mundo.
¿Cuál es su misión? Cerrar herméticamente el reactor que explotó en 1986, para impedir que las 200 toneladas de combustible nuclear fundido, radiactivo y volátil en su núcleo sigan constituyendo un peligro para el planeta Tierra. O, como explica Nikolái: “Conocemos la teoría, la base científica, pero no estamos seguros al cien por cien de la práctica. No sabemos con exactitud qué sucede dentro, cómo está reaccionando el material nuclear o cómo puede hacerlo en el futuro. Lo que sí sabemos es que debemos encerrarlo”.
Un estudio de Naciones Unidas calcula que las muertes directamente relacionadas con la catástrofe de Chernóbil fueron 49, una cifra que incluye al bombero Víktor Kibenok. En cuanto a las muertes prematuras vinculadas con la radiación liberada, el estudio ofrece una estimación de 4.000, por el aumento de los casos de cáncer en las proximidades de la vieja central. Sin embargo, en la ciudad de Ivankiv, donde regreso después de visitar las obras, no están conformes con esos datos.
[gallery type="rectangular" ids="10562,10563"]