Transporte popular

La pugna entre ciudadanos y choferes ha mantenido un servicio barato, pero precario, un sacrificio asumible que puede mutar si alguna de las condiciones, como la subvención, cambia

El asunto de la movilidad y en concreto, el transporte de pasajeros en las ciudades, ha sido siempre un asunto central de la gestión en cualquier ciudad de cualquier país del mundo. Los ciudadanos necesitan movilizarse normalmente para llegar a sus puestos de trabajo, pero también para disfrutar de su ocio, visitar familiares o ir a sus colegios.

No todas las ciudades han respondido de la misma manera a esta necesidad ni han dispuesto el servicio de la misma manera. El trasporte expreso se brinda entre privados desde la antigüedad cambiando el medio de transporte, mientras que para articular los grandes flujos, en las ciudades de los países más ricos, normalmente fue el ente gestor el que trazó las líneas, dispuso los vehículos, contrató los choferes y empezó a brindar el servicio en condiciones monopolísticas.

Hay variedades y evoluciones. El servicio expreso se convirtió en un negocio lucrativo y las ciudades decidieron tomar medidas a través de licencias y concesiones que limitaban la competencia y los precios a cambio de garantizar, supuestamente un servicio mejor y más seguro. En general cada chofer seguía siendo el dueño de su medio de producción y trabajaba para sí mismo, aunque a través de sindicatos y cooperativas se regularon algunas prácticas para garantizar el negocio de todos. Hoy con la irrupción de servicios como Uber o Cabify se han ajustado esas condiciones: los vehículos siguen siendo del chofer, pero trabajan por salario al servicio de la empresa.

El servicio de alta capacidad, que no es tan alta, es el resultado de una red de concesiones y privilegios de las que nunca nadie rindió cuentas

En el servicio de alta capacidad en las grandes ciudades el camino fue un poco diferente, pues para abaratar costos laborales y evitar pugnas se externalizó el servicio conformando empresas mixtas, y solo en algunas grandes ciudades se sacó directamente a concurso todo el servicio y se lo adjudicó alguna empresa netamente privada. Por lo general el servicio es deficitario en todas las ciudades y es la Alcaldía la que acaba asumiendo los costos, porque la calidad del servicio es clave para el ciudadano y tiene un peso electoral muy alto.

Nuestra realidad no es tan distinta como se podría imaginar. El servicio privado de taxi es articulado a través de sindicatos de choferes y cooperativas con acuerdos mayormente discrecionales, pero además está netamente tolerado el servicio “libre”, mientras, el servicio de alta capacidad, que no es tan alta, es el resultado de una red de concesiones y privilegios de las que nunca nadie rindió cuentas y que se auto regula a través de los propios propietarios de las unidades de transporte.

Así, el poder municipal toma una suerte de papel de mediador entre los ciudadanos, que exigen unas condiciones: precios, frecuencias, recorridos, etc., y los choferes, que básicamente quiere no perder. El Estado en este caso proporciona combustible subvencionado y gas natural mientras que las alcaldías, se supone, mantienen las calles en buen estado.

La pugna entre ciudadanos y choferes ha mantenido un servicio barato, pero en precarias condiciones de calidad, un sacrificio que probablemente los vecinos prefieren hacer y que de tanto en tanto se reabre en todas las ciudades del país. ¿Qué sucederá cuando cambien algunas de estas condiciones? ¿Qué será del servicio cuando, por ejemplo, se levante la subvención o se exija una inversión notoria? La crisis sigue instalada en el país y es necesario pensar en la salida a largo plazo. No valen soluciones milagrosas ni populismos, la gente será la que esté vigilante.


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