El interés nacional de Donald Trump

Trump ha amenizado las semanas previas a su posesión jugando al póker con sus aliados – Ucrania, Israel – y amenazando a diestro y siniestro, con las armas o con los aranceles

Este lunes 20 de enero inicia el nuevo mandato de Donald Trump en los Estados Unidos. Un segundo mandato después de una breve interrupción (2020 – 2024) a la que le obligó un Joe Biden ya octogenario y que en su momento logró movilizar a grandes sectores ante el temor a la profundización de sus políticas.

Nada de eso pasó en 2024, donde Trump ganó con nitidez a la rival demócrata, Kamala Harris, que nunca supo concretar su oferta electoral más allá de agitar el miedo al magnate. que por el contrario, canalizó a la perfección las angustias locales frente a un mundo globalizado e hiperconectado, en el que los resentimientos se dirigen hacia los iguales y no hacia los de arriba.

Trump explotó las redes al máximo con programas de segmentación tan milimétricos que permitió ofrecer un Trump más nacionalista o un Trump más liberal en función del público. Incluso en círculos cerrados de amigos se dieron este tipo de casos en el que uno fue seducido por un costado y el otro, por el contrario.

La democracia es sabia y los norteamericanos votaron a Trump, toca aprender a descifrar las señales e interpretar sus claves

En líneas generales, los analistas coinciden en que Trump ganó hablándole a una clase media baja norteamericana asustada de no lograr los ingresos mínimos necesarios para cumplir el contrato social de ese país, el sueño americano más genuino. En esas, condenar y criminalizar al diferente suele funcionar: la inmigración (legal o ilegal, porque todos son sospechosos) se convirtió en el principal caballo e batalla, junto a las banderas e la autarquía: aranceles, prohibiciones, nacionalizaciones, azotes.

Trump ganó las elecciones hablando de economía para neófitos, conectando al detalle los datos con los dramas personales y familiares. Ya lo hizo en su periodo 2016 – 2020, con mucho cliché y mucha amenaza y el resultado fue decepcionante, pero para escurrir el bulto vino bien la pandemia.

Como fuere en el pasado, el mundo entero espera un nuevo Trump  a los mandos del país más poderoso del planeta. Un Trump que no tiene necesidad de pensar en la reelección, porque ya no puede, pero que no escatimará análisis que le ayuden a definir cómo quedará su nombre en los libros de Historia.

Por si la incertidumbre era poca, Trump ha amenizado las semanas previas a su posesión jugando al póker con sus aliados – Ucrania, Israel – y amenazando a diestro y siniestro, con las armas o con los aranceles: comprarse Groenlandia, recuperar el canal de Panamá, convertir Canadá en el Estado 51, gravar extraordinariamente a China, México o cualquier que ose mirarlo a los ojos. Obviamente es una bomba de tiempo, pero esta vez los tiempos no son los mismos.

Trump es el exponente máximo de una derecha conservadora ultra (es decir, que no respeta todos los principios de la democracia liberal) y desde luego, no es un liberal libertario. A Trump le va a tocar ordenar un mundo que se reinventa aceleradamente, que no recuerda los tiempos de la solidaridad comunal, que es multipolar y donde los valores y derechos universales son sometidos al escrutinio pragmático de la política más mundana.

La democracia es sabia y los norteamericanos votaron a Trump, toca aprender a descifrar las señales e interpretar sus claves, pero que nadie se confunda: Su interés nacional es el suyo y el nuestro, el nuestro.


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