Las ópticas de la democracia

La democracia es un valor en desuso que se acomoda a los relatos, especialmente en América Latina, donde el autoritarismo gana espacios y feligreses

La democracia, como valor, está en decadencia. En todo el mundo y en especial en América. No lo dice El País sino que lo viene advirtiendo el Latinobarómetro desde hace más de una década: La mitad de los jóvenes del continente valoran más tener seguridad económica y física que libertad de elección. Esto, que al principio era una idea conceptual sobre la que los teóricos emitían sesudos análisis y prospecciones de futuro a mediano y corto plazo, ha sido sobrepasada por los hechos mismos.

El paradigma de esta nueva realidad es el presidente Nayib Bukele, que en realidad no ha sacado a El Salvador de la pobreza ni ha hecho crecer especialmente el PIB, pero ha metido a miles de pandilleros delincuentes en la cárcel sin observar garantías constitucionales ni derechos humanos – totalmente denostados en el último giro populista – lo que le ha valido no solo conservar la popularidad, sino aumentarla.

Como lo de Bukele funciona, la propia Xiomara Castro – izquierdista – en Honduras y la siempre prudente Costa Rica Pura Vida están implementando nuevas políticas de seguridad ciudadana en la misma línea, y a eso también se aferró Guillermo Lasso en Ecuador y se le reclama a Gustavo Petro en Colombia, por ejemplo.

El deje caudillista triunfa: lo adoptó Trump, lo utiliza habitualmente López Obrador en México, lo pretenden los Colorados en Paraguay sea quien sea su candidato. A otros no les va tan bien porque no son creíbles – como en el caso de nuestro Luis Arce aquí en Bolivia – o porque no quieren desempeñarse así, como Gabriel Boric en Chile o Alberto Fernández en Argentina, cuya estrategia los ha dejado a los pies de los ruidosos caballos que agitan las nuevas derechas.

Bolivia ya vivió su remezón en 2019, donde todo se puso en cuestión, pero la sensación de que la crisis se cerró en falso va creciendo en el país

La cuestión es cómo se cuentan las cosas y quién está dispuesto a comprarlo: En Bolivia Jeanine Áñez quiso venderse como “salvadora”, pero tuvo que retirarse de la campaña porque no alcanzaba ni un mínimo de aceptación.

Un ejemplo cruzado de esto es lo que acaba de suceder en Ecuador en comparación con lo sucedido en Perú. En Perú, el presidente electo en una reñidísima segunda vuelta, Pedro Castillo, al que desde el primer día se le auguró la caída en un Congreso con capacidad para licuar cualquier gobierno a golpe de “vacancia moral”, decidió que antes de someterse a la tercera moción de este tipo disolvería el Congreso como contempla la Constitución y convocaría una Elección Constituyente. Nadie le hizo caso y lo mandaron a la cárcel por “golpista”. En Ecuador, el presidente Guillermo Lasso, elegido en segunda vuelta por la lucha fratricida entre correístas e indígenas, ha disuelto el Congreso antes de que se le abra un juicio por corrupción alegando “grave crisis” sin que apenas haya una sola movilización popular, pero en este caso es recibido como un “pragmático político aplicando las salvaguardas constitucionales”.

Bolivia ya vivió su remezón en 2019, donde todo se puso en cuestión, pero la sensación de que la crisis se cerró en falso va creciendo en el país, sobre todo en la medida en que el gobierno no acaba de dar con la tecla para ofrecer seguridad económica, se desborda la corrupción y quién sabe qué pasará con el creciente incremento de la conflictividad popular derivada de la crisis con el narco como fenómeno paralelo.

A veces parece inútil recordar que la democracia es el sistema menos malo en el que las civilizaciones han podido crecer y desarrollarse manteniendo un nivel aceptable de paz, pero tal vez no sea tarde para seguir recordándolo.


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