La cuestión de “percibir” la corrupción

Allí donde hay más pobreza hay más fiscalización, y allí donde hay más necesidad hay más indignación, pero sobre todo corrompen los poderosos

En este editorial no vamos a decir que no hay corrupción en Bolivia. Nada más lejos de la realidad, pues nos la topamos a diario en las pequeñas cosas, en esas gestiones con la proveedora del agua, de la luz, con los favores en las filas y sobre todo, con la policía.

También se ve a simple vista en las enormes fortunas “aparecidas” en centenares de personas comunes que en algún momento se hicieron políticos, se ve en las vagonetas y en ese dejar hacer del Sistema de Contrataciones Estatales (Sicoes), una plataforma pensada para ser inútil a la transparencia y que nadie, ni unos ni otros, ni los que administran las licitaciones ni los que se las pelean, ni los que supervisan las obras ni los que arman infinitas sociedades accidentales, camuflan patrimonios, alteran propiedades, etc. Todo está ahí, aunque también vale la pena señalar que la única sentencia por corrupción del gobierno de Jeanine Áñez se ha logrado en Estados Unidos, o que en el año que este duró no pudo abrir ni una causa por corrupción a los 15 años de Morales, sino que las acusaciones tuvieron que ver con generalidades como “sedición” o “terrorismo”. Lo mismo a la inversa.

Por lo general se penaliza por encima de todas las cosas la corrupción pública y se hace la vista gorda respecto a la privada, que es una corrupción distinta pero tanto o más dañina

Lo que sí vamos a decir es que el índice de “percepción” de corrupción es absolutamente insuficiente para catalogar a tal o cual país más o menos corrupto del mundo por motivos evidentes: allí donde hay más pobreza hay más fiscalización, y allí donde hay más necesidad hay más indignación.

La propia definición de corrupción tiende a menudo a malinterpretarse, o más bien, acomodarse a determinados escenarios. Según la RAE, corrupción es, como primera acepción la acción y efecto de corromper o corromperse; como segunda, el deterioro de valores, usos o costumbres y como tercera, en las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización indebida o ilícita de las funciones de aquellas en provecho de sus gestores.

Por lo general se penaliza por encima de todas las cosas la corrupción pública y se hace la vista gorda respecto a la privada, que es una corrupción distinta pero tanto o más dañina. Las posiciones de abuso de poder son divergentes. Ejemplo práctico: el 80% del negocio minero en sus excolonias africanas lo manejan empresas británicas con infinidad de desmanes y escándalos que golpean a los gobiernos de turno en África, pero esto no afecta en prácticamente nada a la opinión pública británica, que seguramente no “percibe” esa corrupción, aunque sí su aporte ilegítimo al estado del bienestar.

La corrupción hay que combatirla implacablemente desde todos los frentes, pero en esa lucha, de poco sirve la autoflagelación esa que lleva al “todos son iguales” y “no hay nada que hacer” o peor, a aplaudir al vivo por “aprovechar su momento”. Acabar con la corrupción es construir un mundo más justo en el que todos deben involucrarse.


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