La salida de Boluarte

A Castillo ya no lo bancaba nadie después de una gestión calamitosa en la que se olvidó de sus orígenes, pero en el sur recuerdan que en juego está la expectativa real del cambio

La crisis política en Perú está entrando en sus semanas decisivas. Tal y como se acostumbra por estos lares, el tiempo no suele ser un factor determinante en la resolución de los conflictos, sino más bien los muertos, y en el Perú de Dina Boluarte los cadáveres se acumulan como cualquier cosa ante la indiferencia de los políticos, en particular de los congresistas. Sin embargo, el clamor popular contra esta estrategia de tierra quemada va creciendo y ya ha derribado los principales.

A estas alturas ya apenas se recuerda por qué empezó todo esto, pero fue un día cualquiera en el que el presidente electo por un puñado de votos en una segunda vuelta trepidante y al que desde el primer día se le amenazó con ser vacado, hiciera lo que hiciera, iba a ser vacado. La vacancia es una prerrogativa que contempla la Constitución peruana, reformada infinidad de veces, pero que nació con la firma (que fue borrada) y el espíritu del genocida Alberto Fujimori. El sentido de esta prerrogativa se ha ido diluyendo hasta convertirse en una herramienta de chantaje al servicio del muy fragmentado Congreso peruano, unicameral y controlado históricamente por la derecha.

Boluarte aún intenta aguantar en el sillón prometiendo cambios constitucionales y adelanto electoral, pero pronto la alargada sombra de los fallecidos se le hará insoportable

Castillo intentó aplicar otra prerrogativa contemplada en la Constitución unas horas antes de ser vacado e instó a la disolución del Congreso convocando elecciones constituyentes en 9 meses. Estaba facultado, pero simplemente los poderes del Estado no le hicieron caso. El Congreso ascendió a su vicepresidenta; la Policía lo detuvo y la Justicia lo mandó a prisión preventiva por no se sabe qué.

A Castillo ya no lo bancaba nadie después de una gestión calamitosa en la que se olvidó de sus orígenes. Todo acabó en el momento en el que se quitó el sombrero. Pero en el sur algunos se dieron cuenta de que el problema no era estrictamente la caída de Castillo, sino la dolorosa forma en la que la expectativa de cambio liderada por uno de los suyos, que incluía un cambio constitucional, se tiraba por la borda.

De ahí llegaron las protestas mientras que la recién posesionada, Dina Boluarte, elegida en los suburbios de Lima pero nacida en una comunidad remota del sur, optaba por aplicar represión sin clemencia para sostenerse. Corrieron los videos recordando como la propia Dina había jurado que nunca asumiría si vacaban a Castillo. Tras la Navidad, tres semanas de protestas y tres docenas de muertos, las protestas se llevaron a Lima donde la cifra de caídos ya casi se duplica. La resistencia crece, la presión internacional es insoportable y la necesidad de adelantar las elecciones, pero de verdad, se hace ineludible.

Dina Boluarte, como el resto de congresistas, aún intentan aguantar en el sillón prometiendo cambios constitucionales y reconsiderando una y otra vez el adelanto electoral, pero pronto la alargada sombra de los fallecidos se le hará insoportable. Hace ya tiempo que no se trata de Castillo, ni siquiera de la Constitución. Se trata de la dignidad popular. Cualquier cosa puede pasar, y no hay duda de que algo va a pasar.


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