Defender al pueblo

En los últimos años, la Defensoría ha estado literalmente secuestrada y al servicio del partido de gobierno, haciéndose un flaco favor, pues la pérdida de credibilidad es absoluta

Al margen del espectáculo que los legisladores vienen ofreciendo, la selección del Defensor del Pueblo bien merece una reflexión al margen de los nombres, pues la institución es lo suficientemente importante como para que se tome en serio en lo que debería ser la cuna de la voluntad popular y es cada vez más un patio de colegio.

La figura de Defensor del Pueblo se introdujo en Bolivia en 1998, por lo que es una figura relativamente reciente, sin embargo, hay rastros de figuras similares en Europa y en otros continentes desde hace al menos tres siglos.

El concepto es muy elemental: se trata de una institución independiente de todo poder y dependiente del Estado, en su concepto más elevado, que vela por el bienestar de los ciudadanos. No es un Ministerio, no es la Fiscalía, no es la Policía. Su función es eminentemente mediática y debe señalar los aspectos que no se ajustan a derecho o que son injustos, y lo hace sin acritud, sin política, sino viendo siempre por el interés de la población.

Por ello mismo, se trata de una de las instituciones más necesarias del Estado, ya que tiene la capacidad de señalar, de poner el foco, de advertir injusticias y de fiscalizar las soluciones que las autoridades proponen a los diferentes temas. Es además la institución capaz de hurgar en las entrañas de cuerpos herméticos como la Policía o las Fuerzas Armadas y de ingresar en lugares prohibidos como las cárceles o las zonas rojas del narcotráfico, pero obviamente, toda esa libertad de acción acaba amenazando a los poderosos.

Es previsible que esos poderosos dificulten la labor de la Defensoría del Pueblo, que no hagan ni el menor intento de cooperar en las investigaciones ni en nada que se pretenda para esclarecer una denuncia, pero lo que no tiene ningún sentido es contar con un Defensor del Pueblo servil y funcional al gobierno de turno, ya que pierde su esencia.

En Bolivia, después de un inicio dubitativo vencido principalmente por la calidad de los nombres que ocuparon las carteras, como Ana María Romero, pero rápidamente la institución se politizó y dejó de mirar por todos. En los últimos años, la Defensoría ha estado literalmente secuestrada y al servicio del partido de gobierno, haciéndose un flaco favor, pues la pérdida de credibilidad es absoluta.

¿Para qué sirve un Defensor del Pueblo que dice que todo está bien? ¿Para qué sirve alguien que solo ve la maldad en el etéreo, que nunca pone nombres, que apenas sugiere, que calla ante la injusticia?

Recuperar la institucionalidad es una tarea pendiente que el gobierno de Luis Arce no parece querer abordar todavía, a pesar de ser muy conscientes de que la concentración absoluta de poder en el pasado no le sirvió siquiera para librarse de una caída violenta producto de una insurrección alimentada con una cadena interminable de errores y malas decisiones.

Ojalá el nuevo Defensor del Pueblo sea capaz de cambiar el ritmo y recuperar el lugar en la historia para el que fue ideado. De lo contrario ¿Para qué sirve un Defensor del Pueblo?


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