Un año de efervescencia internacional

Los expertos señalan que la década no terminará hasta el 31 de diciembre de 2020, pero en lo coloquial, nos encontramos ante el fin de “los años 10” del siglo XXI, unos años que requieren de un análisis sesudo para encontrarles un sentido de unidad, particularmente en Sudamérica. Si...

Los expertos señalan que la década no terminará hasta el 31 de diciembre de 2020, pero en lo coloquial, nos encontramos ante el fin de “los años 10” del siglo XXI, unos años que requieren de un análisis sesudo para encontrarles un sentido de unidad, particularmente en Sudamérica.

Si la primera década del siglo XXI fue la de la “revolución bolivariana”, donde regímenes nacionalistas ligeramente escorados a la izquierda tomaron muchos gobiernos en la región con una forma similar de hacer gestión: el populismo; la segunda década ha venido caracterizada por el declive de estos, pero también por la restauración liberal a través de la misma forma populista de hacer política.

Los nombres propios de la primera década todavía se recitan de memoria, con deje nostálgico unos y como quien menta al diablo otros: Correa, Lula, Evo, Chávez, Kirchner, etc. Los de la segunda aún están vigentes: Bolsonaro, Duque, Macri, Piñera, etc.

El último año de estos “años 10” ha sido particularmente convulso en varios países, incluido Bolivia.

En Ecuador las protestas surgieron en el campo, cuando los indígenas rechazaron con virulencia el incremento de la gasolina decretado por Lenín Moreno, sucesor de Rafael Correa pero que resultó un “traidor” y no dudó en abrazar la receta liberal, con préstamo del FMI incluido, que obligó a “reformas” como el abrogado gasolinazo o la reforma laboral, que sigue en marcha.
Los diferentes latinobarómetros vienen advirtiendo que la democracia es un valor en declive, pero el día a día da muestras de que la población todavía tiene el poder en sus manos.
En Chile, la panacea liberal del continente, donde el Estado se reduce a la nada a pesar de los muchos años de Gobierno de “la concertación” después de Pinochet y que no ha dejado de ser una oligarquía disfrazada de izquierda incapaz de reformar el sistema. La violencia represiva ha sido extrema, aunque de momento los manifestantes han logrado el compromiso de reformar la Constitución que dejó el Dictador a modo de Ley de Punto Final.

En Colombia las protestas saltaron como por ósmosis, reclamando también medidas sociales inclusivas en un país donde el Estado y la izquierda apenas existen en el día a día. Le faltó convicción. Apenas han logrado un incremento en el salario mínimo.

En Perú fue un poco diferente; el pueblo cerró filas con el presidente accidental, Martín Vizcarra, que estaba harto – y preso – del parlamento unicameral diseñado para “repartir la corrupción”. Vizcarra, como Fujimori, cerró el parlamento para convocar elecciones, pero la reacción fue totalmente distinta.

En Bolivia es conocido que la revuelta vino tras el agotamiento de la fórmula de Morales y el irrespeto a las fórmulas democráticas del referéndum y del 20 de octubre, salvo que esta vez contó con el motín policial y la “sugerencia” de renuncia del Estado Mayor de la Defensa.

Brasil y Argentina, con movilizaciones pero poco sostenidas, representan los dos extremos del péndulo. A principios de este año asumía la presidencia del gigante brasilero Jair Bolsonaro, el más extremista de todos, y su economía empieza a recordarlo. A finales, el peronismo retornaba al poder en Argentina tras una calamitosa gestión de Mauricio Macri, que volvió a demostrar que la ortodoxia liberal no se puede aplicar, al menos en esta parte del globo.

Los diferentes latinobarómetros vienen advirtiendo que la democracia es un valor en declive, pero el día a día da muestras de que la población todavía tiene el poder en sus manos. Que vengan los años 20.

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