Las travesuras de Edmundo Torrejón Jurado (II)
Una biblioteca fue el comienzo de una carrera llena de poesía y premios.
En la casona de la Bolívar y Suipacha, su familia amasó una pequeña biblioteca. Muchos de los libros están autografiados por sus autores. Hay de todo un poco, y fue el lugar que le abrió el mundo a Torrejón Jurado. “Leía en la tarde, la gente se reunía, se hablaba de literatura, venían personas de la talla de Javier Campero y Octavio Conde”, relata Edmundo a Pura Cepa.
La afición del joven estudiante de secundaria lo hizo publicar obras muy pronto en lo que en ese entonces fue el Periódico Antoniano. Mientras se acercaba más a la literatura, Torrejón Jurado también encontraba su pasión por la medicina. Su familia pudo enviarlo a estudiar a La Plata, Argentina, donde siguió escribiendo. “Nunca dejé de escribir. Con la poesía saqué un premio allá y me publicaron en El Día de La Plata. Llegado acá, publiqué Alfa, mi primer poemario, que fue premio nacional de poesía en Potosí”.
“No conocí vida de estudiante”
Esa vez, le ganó a Alberto Guerra Gutiérrez, “semejante personaje”, recuerda Edmundo, quien se enteró mucho después, de boca de Wilson Mendieta Pacheco, que había sido parte del tribunal, que Guerra había reclamado aquel resultado. “Después fue mi gran amigo, estuvo en la casa”, pero Torrejón Jurado jamás le mencionó lo que sabía. “Así fue mejor”, sonríe el poeta.
En La Plata, hizo también una carrera gracias a la poesía, que influyó en su trayectoria médica. Edmundo recibía un estipendio más que suficiente de su familia, pero él supo hacer su dinero con su propia capacidad. Sacó medallas de oro y plata en la Facultad de Medicina, lo que le abrió la puerta a ser ayudante de anatomía, puesto con el que ganaba 50 dólares de aquellos tiempos. “Los tarijeños vivían con 40”. En farmacología hizo lo mismo, así que ya tenía 100 dólares al mes. “No conocí vida de estudiante”, relata.
A Edmundo le alcanzó para comprarse un auto y alquilar un chalet a medias con el hijo de una familia millonaria de Mar del Plata, incluyendo personal de servicio. Todas estas comodidades le permitieron seguir escribiendo y publicando. Cuando se fue a Buenos Aires para hacer residencia de cirugía, empató en quinto puesto con un bonaerense. El tribunal llamó a los contendientes. Sus credenciales eran idénticas, excepto por los intereses y habilidades personales, que eran las que definirían quién se quedaba con el puesto.
“El otro era un altote, apellidaba tantos, jugaba en Los Pumas de Belgrano, donde entra la crema de Buenos Aires”. Edmundo sólo tenía su poesía publicada y sus premios, pero fue suficiente para que el tribunal lo eligiera. Pasó su residencia en La Boca, atendiendo una infinidad de estibadores. “No había grúas, como ahora, tenían un brazo más largo que el otro. Cuántas peleas, cuántas heridas”, recuerda.
En esos rumbos, el poeta se hizo de amigos y vivió también la bohemia. “Todavía debe haber un poema mío en Spadavecchia, el boliche más importante de La Boca”, se ufana. Llevó una doble vida de cirujano y poeta, y ya cuando dejó Buenos Aires solía sorprender a sus colegas, cirujanos de renombre, que saludaban al visitante pensando que llegaba a dar alguna conferencia médica. “No”, les decía, “vengo a recibir un premio de poesía”.