Vida en familia
¿Por qué la rutina es esencial para el bienestar de los niños?
Los hábitos bien planteados aportan a los menores una sensación de seguridad porque ayudan a estructurar su día a día. Por el contrario, su ausencia puede provocar inquietud, cambios de humor y falta de autonomía. La clave reside en aplicarlos con paciencia, flexibilidad y constancia
La rutina no tiene por qué ser sinónimo de monotonía si se plantea con flexibilidad, pero la perseverancia es fundamental para que surta el efecto esperado y cree en los niños una sensación de solidez y estabilidad en su día a día. El caos provoca en toda la familia tensión y estrés. Se convierte en un círculo vicioso: los padres no marcan una agenda adecuada para estructurar la actividad de los niños y estos se descontrolan y trasladan, a su vez, nerviosismo a sus progenitores. “La creación de rutinas es un proceso necesario y muy beneficioso para el desarrollo evolutivo desde el inicio de la vida; a los bebés les gusta la repetición, y desde ahí se empiezan a instaurar sus rutinas, siempre en contacto y acompañados por sus figuras de apego o referencia”, explica Gema López, psicóloga general sanitaria especialista en infancia y familia.
Con una rutina establecida, se logra que los niños estén más tranquilos porque se consigue que las tareas sean predecibles para ellos. “Sienten calma y seguridad, que es un aspecto vital para su óptimo desarrollo evolutivo; desde que un niño es bebé necesita sentirse cuidado y contenido por un mundo adulto previsible”, comenta López. La psicóloga destaca que también los hábitos facilitan la organización en el sistema familiar y la crianza y fomentan las actitudes saludables con respecto a, por ejemplo, la alimentación o el sueño.
La autonomía es otro de los aspectos que se desarrollan gracias a la instauración de costumbres diarias. “Los niños son más organizados con sus tareas y proactivos; favorece la autoestima y seguridad en sí mismos, además de mejorar sus habilidades de cooperación para trabajar en grupo y de ayudarles a controlar mejor sus emociones”, explica Darío Fernández, médico de familia, puericultor y psicólogo clínico. No obstante, este especialista recomienda la flexibilidad con las rutinas: “Lo importante es crear un hábito, pero en algún momento puntual se puede saltar o posponer. La forma de plantearlo para que se integre con buen talante es hacerles entender que no es un capricho de los padres o autoritarismo”. Conviene anticipar esa rutina y, cuando se cumple, mostrar los beneficios de practicarla, como, hacer hincapié en que se logra más tiempo para jugar por haber hecho los deberes a su hora y haberse duchado pronto, según matiza el experto. Además, indica la importancia de dar ejemplo: “Para que el niño practique estas rutinas, las tienen que practicar también los padres porque aprende por modelo de imitación”.
La ausencia de una agenda organizada con los menores tiene consecuencias que les restan bienestar. “A los bebés les puede provocar inseguridad con sus progenitores y ambiente, porque carecen de un entorno predecible y no se sienten sostenidos, lo que puede activar en exceso su sistema de alerta y de segregación de cortisol, la hormona asociada al estrés”, advierte Gema López.
El caos horario se refleja en la conducta de los menores: “Se pueden poner nerviosos y tener dificultades para integrar horarios adecuados para dormir o alimentarse”, comenta Ana Pérez, miembro del Grupo del Sueño y Cronobiología de la Asociación Española de Pediatría (AEP). “La paciencia y la repetición son fundamentales para organizar el día sin muchos cambios y de manera ordenada, incluso durante las vacaciones, sobre todo cuando el niño es muy pequeño”, matiza la experta en sueño. Pérez incide en mantener una rutina correcta que promueva unos hábitos adecuados para dormir: “Se trata de una función biológica necesaria para el bienestar y la salud, sobre todo durante la infancia y la adolescencia”. Por ello, una de las costumbres importantes a establecer para los niños es la del denominado “presueño”: “Baño, pijama, canción, cuento o cualquier otra actividad tranquila antes de ir a la cama, así como mantener una hora similar para ir a dormir y despertarse”.
Las primeras rutinas
“Toda rutina se construye poco a poco y conlleva un proceso de acompañamiento que requiere tiempo, paciencia, y mucho afecto. Puede haber momentos en los que parece que no se avanza mucho o se retrocede, pero todo ello forma parte del camino”, retoma la psicóloga Gema López. Los hábitos iniciales más necesarios a introducir en la vida de los niños son los más básicos: sueño, alimentación, higiene y juego. Esta dinámica repetitiva debe ajustarse al ritmo evolutivo del niño.
“Depende de cada momento vital y de otros factores, como la edad, y las necesidades específicas de cada uno. Se trataría de plantear en el día a día las rutinas básicas, como las horas de la siesta, el sueño nocturno o los baños, y adaptarlas con flexibilidad a las circunstancias externas y a los cambios que tenga el niño”, prosigue López. La psicóloga asegura que una rutina no tiene que servir para todos los casos y hace ciertas matizaciones al respecto: “Por ejemplo, no es lo mismo durante el curso escolar, donde se necesita estar más organizados, que durante las vacaciones en que hay más relajo y hay que dejar tiempo para el ocio”.
Para ella, la clave está en la coherencia y la constancia: “Lo peligroso es que cada día sea diferente y el menor, en vez de sentirse seguro, cuidado, sostenido y contenido, perciba que hay descontrol o caos y no tenga una organización con la que sentirse seguro”, advierte la especialista. El hecho de que los menores normalicen, integren e interioricen sus rutinas les va a ayudar a mantener la dinámica de esos hábitos en el tiempo, sobre todo si lo comparten con sus padres, según sostiene esta experta. López aconseja que las rutinas se hagan juntos: “Por ejemplo, lavarse los dientes y jugar con las sensaciones que provoca, como el frescor en la boca”. Y recomienda a los padres que transmitan a sus hijos la idea de que las rutinas favorecen el desarrollo evolutivo y no resultan una condena.
Las rutinas por edades
Los hábitos a instaurar en la vida de los niños deben estar acordes a la capacidad que tienen según su edad, con indicaciones como las que aporta el psicólogo y pediatra Darío Fernández:
De 0 a 3 años: las pautas y horarios se centran en el descanso, la alimentación e higiene. Tener unos horarios muy similares a la hora de dormir o comer y para los momentos de lavarse los dientes o bañarse.
De 3 a 7 años: mantener las mismas costumbres que cuando el niño era más pequeño, pero añadir la faceta de la autorresponsabilidad, en aspectos como preparar la mochila antes de ir al colegio o tareas domésticas, como poner y quitar la mesa.
De 7 a 12 años: ampliar paulatinamente el área de responsabilidades, como a la hora organizar la agenda para hacer los deberes escolares de forma autónoma, aunque esté siempre disponible la supervisión y el apoyo de los padres.
Empatía y afecto, claves
para ayudar a dominar la ira
La rabia es la emoción más potente que sienten los humanos, se convierte en la expresión de la ira. Una emoción vinculada a las experiencias desagradables y a la hostilidad fundamental para la adaptación y la supervivencia. Aparece cuando una persona vive una situación injusta, cuando siente que lo que le está pasando es indignante, se invaden sus derechos o no consigue algo que desea con todas sus fuerzas. Una rabia que puede llegar a alterar la frecuencia cardiaca y arterial, aumentar la adrenalina, tensar los músculos, provocando malestar y sudor, incomprensión o resentimiento y alterando el equilibrio natural del cuerpo. Una furia que provoca que la persona actúe de una manera desproporcionada o busque culpables en su entorno.
Pero esta es una emoción normal y necesaria para sobrevivir. Se activa en la amígdala, una de las zonas más primitivas del cerebro, que se pone en marcha cuando la persona se siente incómoda, tiene miedo o se siente agraviada. El mal humor, el enfado o el odio acostumbran a acompañarla. Y, por supuesto, los niños también sienten rabia. Cuando las cosas no les salen como ellos esperan o desean, la experimentan con intensidad, provocándoles enfado, irritación y mucha frustración. Que se rompa una galleta, ser incapaz de encestar la pelota en una canasta o no ser el ganador de un juego de mesa pueden desencadenar en el niño una explosión de rabia.
Esta emoción no gestionada adecuadamente puede llevar al menor a mostrarse agresivo física y verbalmente, a romper cosas, pegar, morder, insultar o lanzar objetos. Un comportamiento generado por el desbordamiento emocional creándole mucho malestar. Por esta razón, será esencial que el adulto establezca límites claros y coherentes en torno a sus comportamientos inseguros o agresivos.
Las pataletas de los niños varían mucho según la edad que tengan, no es igual acompañar el berrinche de un niño de 2 años que de 4 o 10. El enfado no debe ser reprimido ni contenido, tan solo acompañado con grandes dosis de respeto y empatía. El niño necesita sentir que el adulto es un espacio seguro al que puede recurrir cuando las emociones intensas e incómodas aparecen y no sabe hacerles frente. Aprender a manejar la ira será una habilidad que le servirá durante toda su vida y le posibilitará conseguir sus objetivos. Si el niño aprende a gestionar la rabia correctamente, sabrá hacer frente al fracaso y frustración de forma adecuada, enfrentarse a situaciones injustas, buscar soluciones a sus problemas y defenderse de manera ajustada. El enfado puede favorecer el cambio, potenciar la motivación y creatividad y puede convertirse ser un gran impulsor del diálogo.
El niño debe aprender a transitar por todas las emociones y aprender a identificarlas y resolverlas de forma constructiva. El adulto, desde la empatía, el afecto y la comprensión, debe ayudarle a hacer frente a todas las emociones, especialmente aquellas que le producen más incomodidad o malestar. El adulto debe convertirse en el mejor ejemplo que pueda tener en el momento de gestionar su propia rabia o enojo, mostrándose calmado cuando hace frente a una situación complicada.
Cómo ayudar
a un niño a
dominar su ira
Transmitir tranquilidad
Cuando un niño tiene un berrinche necesita que el adulto que le acompaña mantenga la calma y le transmita la seguridad que él no encuentra en su interior. Si el adulto reacciona gritando, amenazando o utilizando palabras humillantes solo empeorará la situación. Que el niño perciba que el adulto valida lo que siente será clave para que no se culpabilice cuando es incapaz de modular correctamente sus emociones.
Enseñar a reconocer
Enseñar al niño a reconocer los motivos o circunstancias que le han provocado tanta cólera. Ofrecerle el tiempo y el espacio que necesite para calmarse y para analizar lo que ha pasado. Es muy importante que entienda que la emoción no se elige, pero el comportamiento sí. Necesitará que el adulto se muestre empático y le ayude a buscar posibles soluciones para que cuando vuelva a experimentar la emoción pueda actuar de otra manera.
Autorregulación
Enseñar al niño estrategias para autorregularse para poder canalizar la ira y el estrés. Será esencial que aprenda a prevenir las situaciones que le puedan provocar estos desbordamientos emocionales. Los hábitos y las rutinas le ayudarán mucho a evitar los berrinches porque se sentirá más seguro al saber qué tiene que hacer en cada momento.