La información como producto de consumo

La comparación de la industria de las hamburguesas y de los libros se relaciona con lo que detallamos antes: el mercado explota las debilidades ancestrales, como el premio neuronal por el azúcar y la grasa (Coca-Cola y BigMac) de la misma forma que nuestro cerebro se conecta fácilmente con un incidente violento, sea un accidente, una pelea de bar o un conflicto bélico. En este sentido, la super comercialización de la última etapa de la historia continúa y radicaliza esta condición.

La creciente violencia fascista en los “países desarrollados” (básicamente debido a su pérdida de poder de control y extracción de riquezas de los países del Tercer Mundo y su creciente incapacidad de exportar la violencia en guerras neocoloniales que unan y disimulen sus contradicciones internas) ha sido reforzada por el mercado de la violencia mediática. Para finales del siglo XX, el consumo de programas e imágenes violentas dirigidas a niños de entre un año y la preadolescencia en la televisión estadounidense se había incrementado considerablemente, pese a que la Guerra Fría había concluido casi una década atrás. Al mismo tiempo, ese mismo mercado creaba un ejército de compradores compulsivos en edad adolescente.

Para 1997, el 80 por ciento de las jóvenes de entre 13 y 17 años reconocía que “amaba ir de compras” mientras realizaba un 40 por ciento más de escapadas a los centros comerciales que el resto de la población. Un año después, en una escuela secundaria de Georgia, se organizó un evento patrocinado por Coca Cola. Una estudiante, con el grado de rebeldía propio de su edad y, sobre todo, de su momento histórico secuestrado por el consumo y las megaempresas, decidió ponerse una camiseta con el logo de Pepsi-Cola. Fue suspendida por las autoridades de la institución. Esto, que para un outsider puede resultar absurdo, fue confirmado por los pastores del mercado, los cuales desde entonces no sólo han apuntado a privatizar la seguridad social y otros servicios sino el resto de la educación que todavía se encuentra en manos de los estados. El político conservador, experto en lobby y director de la Christian Coalition of America (CCA), Ralph Reed, afirmó convencido: “Necesitamos una revolución en la educación, la misma que tuvimos en la televisión y en las telecomunicaciones”. El negocio de la atención entendió perfectamente que era más fácil capturar a los nuevos consumidores y asegurarse un lavado ideológico masivo reemplazando educación por entretenimiento.

En el ensayo “There are Alternatives” publicado en 1998, el filósofo Jünger Habermas fue categórico: “No creo que podamos tener ilusiones sobre lo público de una sociedad en la que los medios de comunicación comerciales marcan la pauta”. Claro que, como decía NBC y los lobbies empresariales en los años 30, todas estas opiniones no comerciales son irrealistas, infantiles, y están contra la libertad y la democracia. Al fin y al cabo, Habermas como el profesor Einstein o el pionero de la computación moderna, Alan Turing y los filósofos o inventores de los últimos siglos han sido todos pobres, irrealistas y fracasados.

Hoy, en Estados Unidos, existe una cadena pública de televisión, PBS, y una de radio, NPR. Hasta la presidencia de Ronald Reagan, la mayoría de sus ingresos procedían del gobierno federal, lo cual se fue reduciendo en las décadas posteriores hasta un magro 15 por ciento, en un persistente intenso en convertirlas, sino en privadas, al menos en cadenas comerciales. A pesar de ser los mayores productores de contenido cultural e informativo profesional del país, todos los años deben mendigar donaciones a su público para complementar su menguado presupuesto, siempre bajo ataque de los políticos conservadores y las corporaciones que los financian, los que entienden que la existencia de un medio depende de su rating. Por otro lado, como ya lo observó Robert McChesney, “lo último que quieren las cadenas comerciales es que PBS y NPR salgan a competir por la publicidad, sobre todo entre aquel público educado y de clase media alta. Cuando en 1998 el gobierno de Francia limitó el tiempo de publicidad en la televisión pública, TF1, la mayor cadena comercial del país, se vio de repente beneficiada”.

En 1998, Leslie Moonves, presidenta de CBS Television, admitió a la prensa que la decisión de la cadena de reducir la lista de programas a aquellos que no ofenderían a los anunciantes, es algo “totalmente común”. Ese mismo año, los periodistas Jane Akre y Steve Wilson de News Corp. TV de Florida, propiedad del magnate Rupert Murdoch, fueron despedidos por trabajar en una investigación sobre las prácticas de Monsanto. Uno de los ejecutivos de la cadena, sin titubear un instante, explicó la lógica de la decisión: “Pagamos tres mil millones de dólares por esas estaciones de televisión. Somos nosotros quienes vamos a decidir qué es noticia y qué no. Las noticias son aquellas que nosotros decidimos que son noticias”.

Esto no es ninguna excepción. Corporaciones gigantes como Procter & Gamble, por ejemplo, tienen agencias que monitorean todos los programas de televisión en los que anuncian sus champús, pastas de dientes, detergentes, papitas y gaseosas, para no hacerlo en aquellos programas que tienen contenidos demasiado críticos. Para el año 2020, la firma facturaba 75 mil millones de dólares, comercializando un centenar de marcas para miles de millones de consumidores en 140 países.

La derrota de aquellos grupos que abogaban por retener al menos un porcentaje de los nuevos medios destinados a la educación y a la cultura no comercializada no solo perdieron su batalla en la era de la radio (en los años 30s) y en la era de otra novedad creada y desarrollada con dinero público y por universidades no comerciales, la de Internet (igualmente privatizada en los años 90s) sino que, por si no fuese suficiente, estos mismos mega conglomerados periodísticos penetraron en las universidades hasta las escuelas de periodismo, bajo el asumido de que “ellos conocen la realidad”, como si “la realidad” fuese parte de una naturaleza exterior y no una creación de ese mismo mercado, de esa misma ideología de los negocios.

Ideología que también penetró otros sectores, facultades y escuelas de las universidades convirtiéndolas en proveedoras de empleados a medida, obedientes, convirtiendo a los estudiantes en clientes y a los consumidores en cerdos hambrientos—con todo el respeto por esos nobles y sensibles animalitos que también son sacrificados de a millones cada año.

 

(Del libro Moscas en la telaraña a publicarse en 2024)


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