La obligatoriedad constitucional de hablar una segunda lengua

Yo no sé hablar una segunda lengua, y lo digo sin que mi ignorancia sea un orgullo, y con la tranquilidad que tampoco expresa vergüenza.

En mi juventud, la asignatura no formaba parte del curriculum educativo y, por lo tanto, no era obligatorio el conocimiento de una de las 36 lenguas que identificaron Wigberto Rivero, Javier Albó, Víctor Hugo Cárdenas, Ramiro Molina Rivero, Jürgen Riester, Bernardo Fischerman, Mercedes Nostas y Álvaro Diez Astete, durante el gobierno de Jaime Paz.

Sin embargo, en una mezcla de sinceramiento cultural, arrebato ideológico y para terminar de cumplir una tarea iniciada por los movimientos indígenas y campesino, la revolución nacional, la reforma agraria, el voto universal, la participación popular, y con carácter más bien testimonial, el proceso de cambio incorporó en el Artículo 5, numeral 7 del Art. 234 y la disposición transitoria tercera de la Constitución Política de Estado, la obligatoriedad de hablar al menos dos idiomas oficiales, siendo uno de ellos, el castellano.

La medida, siendo política y culturalmente impactante, es violatoria de los Derechos Humanos al limitar el ejercicio de los derechos políticos de las personas y nos acerca a un tipo de ejercicio ciudadano censitario; resulta difícil imponer una condición restrictiva, sobreviniente, sin utilidad práctica en la gestión, el ejercicio laboral o la actividad comercial, y sin que el Estado haya ofrecido las condiciones materiales que le den funcionalidad; sostener la vigencia de una medida de esta naturaleza necesitaría haber sido ejecutable y tener expresión en políticas públicas, existir las normas y procedimientos escritos y tener la calidad de ser practicada cotidianamente. Esta situación, ni Evo Morales ni Álvaro García Linera, lo demostraron nunca en su manejo y con calidad de comunicación fluida.

Recordemos que la revolución nacional, con la incorporación del voto universal dejó atrás para siempre el voto del siglo XIX que imponía sea ejercido sólo por varones, mayores de 21 años, que supieran leer y escribir y que percibieran ingresos demostrables cuyo origen no fuera el servicio doméstico.

Existen muchas soluciones para ajustar esta exigencia tan peculiar, reflotada en ocasión de la próxima designación del Defensor del Pueblo, sin embargo, importan un tiempo que ya no existe. La más sincera y expedita, para evitar el bochorno de las impugnaciones o manipulaciones, tendría que ser dejar en suspenso la disposición con una Ley interpretativa de urgencia por 2/3 de votos congresales, y en la primera reforma constitucional que se produzca, darle el alcance que define la realidad, modificando su alcance obligatorio, y colocándola en la valoración del Curriculum, con una puntuación especial para quien la domine. Recordemos que el presidente de la Cámara de Senadores en 2015 dijo que no tenía mucho tiempo para aprender aymara y que había optado por cursos para ser esposo, papá y abuelo.

El Ministerio Público y el Procurador del Estado cumpliendo su responsabilidad, luego de demostrar públicamente el manejo de su segunda lengua, tendrían que empezar a tomar examen a TODOS los servidores públicos, incluido los parlamentarios, para verificar el cumplimiento de una condición ratificada bajo juramento. Y contra quien no pueda demostrarla, por el absurdo, iniciar juicios masivos por perjurio y falsificación ideológica, sancionada con privación de libertad de uno a seis años.

Por ejemplo, el guarasug’we y el puquina, dos de los 36 idiomas indígenas reconocidos, están extintos según una investigación realizada en el 2016 por el Ministerio de Educación, la Universidad Pedagógica (de Maestros) y el Estudio Plurinacional de Lenguas y Culturas, mientras los restantes idiomas consideradas menores por el número de quienes son sus beneficiarios, se encuentran en situación de vulnerabilidad; el estado y la sociedad no le han dado a esos pueblos y nacionalidades y a la academia, los instrumentos para cumplir su tarea de apoyo a la inexorable situación en la que se encuentran.

Lo demás, para seguir en el deporte boliviano del lamento, es queja de fariseos y hacernos trampa con los procedimientos.


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