Sobre la ilusión del estar ahí

Quien escribe quiere estar seguro de lo que opina y de no caer en error por no saber del tema, pero cualquiera que lea las columnas de los demás y las propias con crítica y autocrítica, sabe que esto es una quimera, como lo probaré aquí.

Una de las ilusiones que gobierna ese deseo de certidumbre es la de estar cerca del tema discutido. Como si alguien que usa waskiri y walaycho, vive en Calacoto, va cada día por la Kantutani hasta Sopocachi y tiene una empleada achacacheña que vive en Pasankeri, supiese por eso más del mundo aymara. Esa realidad consustancial a la paceña nos elude por próximos que estemos de ella y por íntimamente que nos toquen su lengua y su sangre.

Se me ha cuestionado lo que digo con el argumento de que “estoy lejos”. Que lo estoy, no puedo negar –me separan hoy de La Paz nueve mil kilómetros en línea recta- pero Guillermo Francovich escribió cosas verdaderas sobre nuestra realidad desde su departamento de Rio de Janeiro, Karl May, el autor alemán más vendido, creó Winetú y otros personajes del Lejano Oeste sin estar en Estados Unidos sino al final de su vida y Julio Verne no dio la vuelta al mundo en globo, ni viajó al centro de la tierra para contar sus historias.

El ejemplo más significativo de describir realidades sin haber estado ahí nos dan los historiadores que explican cómo era la democracia griega y la astronomía maya, y quién era quién en el Renacimiento o la Conquista sin haber estado en Atenas, Guatemala, Florencia o Cuzco sino cuando todo había terminado mucho antes.

Borges ciego no vivía ya en Buenos Aires y seguía viendo la realidad argentina mejor que muchos de sus compatriotas. Homero si existió también era ciego y William Prescott, que escribió clásicos de las conquistas de México y Perú, además de casi ciego, nunca estuvo ahí. Ver y estar cerca no son requisitos para comprender ni antídoto para mal ver y entender.

Mendieta sigue escribiendo sobre esto y aquello con la misma solvencia aunque esté encerrado como un Montaigne moderno en su castillo del Velazcato, si Ergueta se equivoca no es porque está a nueve mil kilómetros de la Pedro Salazar y vaya uno a saber desde qué realidades distantes o cercanas escriben nuestros columnistas, para bien y para mal, sin que podamos atribuirles errores o virtudes por la ventana desde la que miran.

Hoy hay tantos medios para estar donde uno no está, que no es raro encontrarse con gente que sabe más de nuestra ciudad que los que vivimos ahí, por más que nos irriten los bolivianistas gringos. Para acercarse a cualquier realidad distante en espacio o tiempo, ya no es necesario viajar de cuerpo entero; a menos que se quiera disfrutar olores y sabores; los sentidos más difíciles de transmitir y describir.

Una característica de la modernidad es la pulverización de la distancia; además de ver y oír, ya podemos realizar cirugías a miles de kilómetros. Si Lhasa o Lima están más lejos o más cerca de La Paz que Licoma, hoy no depende tanto de las horas de viaje sino de los segundos de internet.

Muchas realidades son como esos cuadros impresionistas que de cerca son sólo manchas y hay que alejarse para apreciarlos. Nos espantaríamos si viésemos en detalle, como en un microscopio, la piel que amamos. Es mejor verla con los ojos del tacto (y del corazón). Lo poco que entendemos a nuestros prójimos queridos, por más que nos esforcemos, es prueba irrefutable de que la cercanía no asegura comprensión.

La realidad es infinita. Lo que cuenta no es ver más sino ver mejor. El secreto de ver bien no es ver todo sino lo esencial; no perderse en lo irrelevante. Lo único imprescindible es lo que siempre ha escaseado: la capacidad de comprender lo que no se ve.

Se puede estar lejos estando al lado; los que viven en La Florida, San Pedro y Rosasani viven en ciudades distintas; todas son y ninguna de ellas es La Paz. Esa Bolivia cuya comprensión buscamos pero nos elude está en todas partes y quizá la única manera de evitar el sesgo es no estar en ninguna.

*Jorge Patiño Sarcinelli es matemático y escritor.


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