Encorvado y sin parpadear

El semestre ha terminado, mi espalda busca estirarse, mis ojos descansar de las pantallas y yo pienso cuando podré volver a las aulas. Este experimento de la educación virtual no me pareció del todo malo -hubiese sido muy útil en octubre- y me ha mostrado los modos y formas que puede tener el aprendizaje. Pero, así como descubrí lo versátil que podría ser la educación, también sé por qué quiero regresar a los pupitres y pizarras: no sé cuál será la nueva medida de mis lentes, por ejemplo.

El semestre empezó caluroso, con clases a primera hora de la tarde y en medio de un clima tan intenso que podía invocar murmullos cual Comala. Empezó entre las anchas paredes de adobe de la construcción de otro tiempo, en acolchados pupitres color Azul UCB; con las exigencias de variadas y abstractas lecturas, y la aún más exigente, pero placentera, etapa de redacción, distinta según la materia.

Para el tercer semestre de Comunicación Social los lunes y miércoles se volvieron el mismo día. Luego de ver el horario con clases de 15:45 a 20:45 esos dos días, la semana se dividió en dos partes: lunes y miércoles y el resto, que no era tan cargado. Al menos en la U cambiábamos de aula y dábamos así un fugaz respiro en el patio. Pero desde marzo esas cinco horas de clases se trasladaron a las casas. Los pupitres fueron cambiados por cualquier silla o una cama; el aula pasó a ser mi habitación, la sala, la cocina, o el patio si me daba la gana; el docente y la pizarra se fusionaron en pantallas de quince pulgadas u otras que caben en el bolsillo.

Los cambios son innumerables, las rutinas son otras. Si antes despertaba de la siesta para caminar ocho minutos hasta la U, calculando el tiempo de modo que tenga unos cinco minutos para charlar antes de la clase; ahora me levanto de la cama directo a poner el agua a hervir, mientras hierve enciendo la compu, mientras se enciende me hago un café, té o café con leche, porque está pandemia me ha dado el vicio de no poder empezar una clase sin una infusión a mi lado. Y cada descanso de quince minutos está destinado al mismo procedimiento; excepto el de las 19:00, en el que suelo acompañar la taza con algo sólido.

El problema no reside tanto en qué hago durante el descanso, sino en cómo aguantar esas cinco horas pegado al monitor. Realmente quiero aprovechar cada clase, pero mi espalda no opina igual. Ella protesta encorvándose cada vez más, y muestra su empute en forma de dolor cuando quiero cambiar de posición. Mis ojos están hartos también. Arden, desde las 18:00, arden. Y se tiñen de rojo contra la compu, el celu o la televisión. En ocasiones, hasta contra las páginas de un libro se dan por vencidos. Me preocupa que estén reclamando anteojos más gruesos. Llegan las 21:00 y “por favor Licen, no alargue tanto la clase, ya se pasó la hora”.

Al menos no tendremos que recuperar el avance de meses en pocos días, como el año pasado. El semestre y el experimento han terminado, y si este semestre empezó con una referencia a Pedro Páramo, habrá que buscar alguna novela distópica para el inicio del siguiente, o cualquier historia en la que el protagonista se la pase encorvado y sin parpadear.


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