Ausencia de ciudad

Uno de los temas ineludibles hoy en cualquier conversación es el COVID-19, que invadió el mundo y que ha sido capaz de hacernos reflexionar sobre los errores cometidos en la Tierra, cuyos resultados son la infinidad de catástrofes, incendios, sismos, mares contaminados y otras desgracias. Una situación que empeora por la presencia del coronavirus y que debiera llevar a recapacitar a todos, pero en especial a los gobernantes de naciones desarrolladas, que no se cuestionaron el derecho de invadir, cambiar y de forestar el planeta, entre otros actos, con la excusa de que se iniciaban los nuevos tiempos del siglo XXI.

Una realidad que se convirtió, por otra parte, en el relato, el juego de palabras, la confidencia, la promesa, las plegarias, motivadas en el temor a la pandemia, que además de cambiarla forma de entender los valores del planeta, nos ha enseñado a convivir con un virus y experimentar el encierro total.

Pero una de las consecuencias que pasa casi desapercibida y nos toca en lo más sensible de nuestro ser son los niños, quienes “han desaparecido de la urbe en un gran número, por no decir casi todos”. Esto porque, como debe ser, están siendo resguardados por sus padres a fin de evitar que se contagien.

De esa manera, la ciudad nos muestra, además de la imagen de una población que parece enferma —por la indumentaria de bioseguridad que lleva—, a un espacio público (plazas y parques) sin la presencia de los más pequeños. Su ausencia es tan notoria que sobrecoge, y se extiende a los adolescentes, que también en un número relativo desaparecieron de la vida urbana y especialmente de aquellos sitios cómplices de algunas de sus travesuras.

Lo lamentable es que aquellos espacios de recreo que hasta ayer desbordaban vida, bullicio, ruido, gritos, correteo, y dotaban de vitalidad a la ciudad, hoy se encuentran casi desiertos. Una imagen que lleva a recordar a aquellos pensadores que afirmaban: “Nada mejor para los niños que liberarse del aburrimiento en su tiempo libre, acercándose al espacio de uso múltiple”. Yes que este le abre la posibilidad al esparcimiento, la travesura, el asombro, por tanto, a una infinidad de vivencias inolvidables. En síntesis, sucesos poco entendibles para los adultos, pues su esencia radica en la complicidad.

Por todo ello, está claro que los niños necesitan aquellos lugares que les extraen emociones y que les colaboran en aprender a manejarse en libertad de movimiento corporal y de manera colectiva, pues la experiencia en esos espacios públicos es de importancia para su desarrollo.

Ahora, si bien la vida urbana ha sido abandonada por los niños a raíz de la cuarentena, ellos ingresaron a otra etapa de su existencia en la que lo virtual es parte de su curiosidad y formación o llena sus momentos de ocio. Respecto a esto último, es evidente que los niños ya conocían desde hace varios años una infinidad de juegos electrónicos, los cuales lograron calmar su ansiedad frente al encierro.

Con la rutina digital a la que llevó el confinamiento, los niños —munidos de la computadora, tablets, laptops, celulares u otros equipos— motivan hoy su creatividad y desarrollan su capacidad sensorial e imaginativa a partir de nuevos programas y aplicaciones. Sin duda, esa familiarización tecnológica les será de mucha utilidad de aquí al futuro.

 

Sin embargo, también es fundamental comprender que todo niño requiere del espacio abierto y la libertad de acción, los cuales van acompañados de la receptividad de impresiones que logran desarrollar su sensibilidad o sensorialidad.

Los niños, esos pequeños personajes que forman parte de la contextura de la ciudad, hoy nos hacen sentir su ausencia en plazas y parques.

*Es arquitecta


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