Sobre el agotamiento de las otras reservas

Hace década y media este diario y pocos más alertábamos de que la estrategia de exportar y esperar “socios y no patrones” no funcionaría si YPFB no tomaba las riendas

Un año más se ha incumplido la norma: Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) no tiene una certificación de reservas hidrocarburíferas avaladas internacionalmente, aunque lo cierto es que esto se ha convertido ya en una suerte de “tradición”.

El último en hacer el ejercicio completo fue el exministro Luis Alberto Sánchez en 2018, que forzó al máximo el procedimiento para sumar 10,7 trillones de pies cúbicos entre probadas y probables, que no son lo mismo, y poder presentarlo como a él le gustaba: con bien de fanfarria.

La cifra se sostenía, entre otras cosas, sobre una perforación en Boyuy que fracasó y de la que nunca más se supo y otros contratos petroleros que retomaban la exploración sobre áreas naturales protegidas, principalmente Tariquía, con unas cifras estimadas “magníficas” tanto en San Telmo como en Astillero, ambas operadas en comandita por los interesados: Petrobras y YPFB Chaco y que a día de hoy, el primero no ha empezado y el segundo ha fracasado en primera instancia.

Como la emoción duró poco, Sánchez pasó casi de inmediato a hablar del mar de gas y a justificar que no eran necesarias tantas certificaciones porque costaban dinero y bastaba con una “cuantificación” para saber más o menos cómo iba. El Gobierno de Jeanine Áñez, que no quería dar malas noticias nunca, tampoco contrató la certificación y desde que gobierna Arce, el asunto es “de fondo”: la información brilla en ausencia en todos los sentidos y las previsiones son aún peores.

El asunto es desolador y en este diario lo vivimos especialmente mal, pues hemos pasado unos 15 años alertando del desastre que se avecinaba sin mayor respuesta que críticas ácidas por ambos lados: unos consideraban alarmista el tono, los otros negaban cualquier alternativa que no fuera exportar todo lo que se pudiera, criterio al que al final se acoplaron todos.

La hoja de ruta en 2006 era evidentemente clara. El gas se había recuperado “para los bolivianos” y lo que correspondía era industrializar, pero poco a poco fueron ganando más terreno aquellos que llamaban a la “prudencia”, a mantener buen tono con las transnacionales, los que se creían aquello de “socios y no patrones” mientras colmaban los “costos recuperables” de excentricidades y sobre todo, a ralentizar por sobre todas las cosas los mínimos intentos de industrializar. La primera planta separadora tenía que llegar en 2008 y no llegó hasta 2013, la grande de Yacuiba hasta 2015 y nunca funcionó a pleno rendimiento, la planta de urea tres años tarde e igual, nunca a pleno, las petroquímicas del Chaco directamente se convirtieron en borrón.

Mientras tanto, las entregas de gas a Brasil y Argentina no dejaron de crecer. ¿Dónde fueron a parar los recursos? A la campaña permanente, a miles de obritas por todo el territorio que no lograron cambiar el rumbo de la historia.

Una década y media alertando de que Brasil tendría el Presal, Argentina Vaca Muerta y nadie compraría nuestro gas; de que nadie invertiría en buscar más reservas si no había contratos o, al menos, grandes proyectos de industrialización que justificaran inversiones anticíclicas; años pidiendo prudencia e inversión porque nadie haría nuestro trabajo después…

Es urgente que se escriba el desastre sucedido en el sector pronto y, sobre todo, que se extraigan conclusiones serias que por una vez nos permitan aprender de nuestros errores y abordar de otra forma los nuevos desafíos.

El gas vive una segunda juventud a nivel mundial pero la sensación de haber perdido el tiempo paraliza demasiado.


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