Nuevas dictaduras

No hay un solo gobierno de ínfulas populistas, de izquierda o de derecha, que no interprete su mandato como una misión cuasi divina cuyo objetivo principal es perpetuarse

No es un secreto para nadie que la democracia, como concepto absoluto, está en riesgo. Encuestas en todo el mundo y sobre todo, el Latinobarómetro del Banco Mundial en este lado del mundo lleva más de una década alertando que las prioridades de los jóvenes han cambiado. Por lo general, todas vienen mostrando un aumento de la gente que prefiere un gobierno que garantice seguridad física y económica a vivir en una democracia. En el caso de Sudamérica el porcentaje de personas que piensa así ya sobrepasa el 50%, pero también en Europa los índices crecen exponencialmente.

La aplicación práctica de esta corriente de pensamiento no ha tardado en materializarse y por todo el mundo proliferan experimentos políticos que niegan la esencia de la democracia liberal o alguna de sus partes apelando casi siempre a valores tradicionales u otras fórmulas discursivas que encumbran prácticas autoritarias.

Las viejas izquierdas hablaban del “bien del pueblo” y las nuevas derechas hablan de un concepto de “libertad”, pero en ambos casos se utiliza como valor superior de discusión en el plano moral de forma que permite suprimir derechos o conquistas, pero, sobre todo, permite al líder de turno actuar como le venga en gana sin dar demasiadas explicaciones porque sus votantes se convierten en seguidores y se cultiva una fe dogmática y de infalibilidad que bordea el absurdo. No hay mucha diferencia entre el pajarito que le hablaba a Maduro y los diálogos de Milei con su perro clonado. Ni entre quienes fanatizan lo colectivo y los que creen que la pobreza se acaba no pagando impuestos.

El problema en realidad no está en los planteamientos que el pueblo compre, con su voto, y lleve al poder, sino en lo que después ese gobierno hace desde el pedestal, porque cuanta mayor altura, mayor posibilidad de que sus formas se vuelvan despóticas y abusivas. Y es verdad que no hay un solo gobierno de ínfulas populistas, de izquierda o de derecha, que no interprete su mandato como una misión cuasi divina cuyo objetivo principal es perpetuarse, algo que pasa por someter cuanto antes al resto de los poderes del Estado.

Esto está pasando en todas las democracias del mundo de Filipinas a Argentina pasando por Bolivia, India o Madagascar, y también en Estados Unidos, Francia o Hungría, porque además cada vez se identifican menos diferencias entre generaciones y regiones por su nivel cultural: la globalización de las redes sociales ha traído el fanatismo como método, pero la consecuencia aún es incierta.

Dictaduras conocemos y conocimos todos, pero el nivel de exposición actual hace que las alarmas se estén encendiendo de forma diferente, porque la destrucción de las instituciones de la democracia arranca mucho antes de que se muestren las primeras señales: la duda permanente, la pérdida de la credibilidad, la mentira dura y un ejército de seguidores fanatizados pueden llevar a la destrucción no del sistema, sino de la convivencia. Desde luego no hace falta ir muy lejos para encontrar ejemplos.


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