El poder presidencial y el golpe de Arce

Sin mecanismos de control reales, en Bolivia desde siempre ha funcionado el poder de la calle, el que saca presidentes en helicóptero o envueltos en banderas mexicanas

La democracia boliviana no atraviesa por su mejor momento, pero tampoco parece que sea una cuestión coyuntural, sino una deriva de años que se aceleró con la nueva Constitución Política del Estado.

En la misma se consagró definitivamente el presidencialismo extremo, conjugando en una sola persona la jefatura del Estado y la presidencia del Gobierno, otorgándole un grado de infalibilidad poco corriente en los gobiernos del mundo, pero eso sí, en la línea del caudillismo postcolonial que ha venido gobernando el país desde siempre.

Si en gobiernos más o menos parlamentarios la figura del presidente estaba sobrecargada de funciones exagerando hasta el extremo el culto a la figura presidencial, la Constitución de 2009 lo resuelve definitivamente con una elección en dos vueltas de un presidente que no rinde cuentas ante una Asamblea que, además, está sometida a las directrices del Vicepresidente, elegido en el mismo ticket, al que se le otorga la presidencia nata de la Asamblea Plurinacional.

A diferencia de otras democracias presidencialistas del entorno, el control parlamentario al presidente o las opciones para revocar su mandato a través del legislativo son escasas

Quién sabe en qué estaban pensando los parlamentarios que en su momento negociaron estos asuntos al detalle, aún con la mayoría explícita del Movimiento Al Socialismo (MAS), pero desde luego no parece que lo que viene sucediendo sea una sorpresa: el diseño constitucional no solo convierte al presidente en un semidios casi intocable, sino que somete al resto de poderes a la voluntad del ejecutivo, incluida la de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que es la auténtica sede de la soberanía nacional que reside en su pueblo y elige a sus representantes.

Las grandes mayorías del MAS han disimulado este diseño tramposo precisamente porque eran tan abusivas que no había demasiados argumentos para contrarrestarla, pero ya en 2020, cuando Áñez llegó a la presidencia de forma cuanto menos accidental quedó claro que el poder de la presidencia era excesivo.

A diferencia de otras democracias presidencialistas del entorno, el control parlamentario al presidente o las opciones para revocar su mandato a través del legislativo son escasas, y el poder del presidente seguiría siendo el mismo incluso si hubiera ganado en primera vuelta con apenas 30 por ciento de los votos.

Los partidarios de esta opción despótica de ejercer el poder se amparan en la supuesta tradición caciquil del país y en aquel viejo chiste que insiste en que “el tercero fue presidente” en referencia a Jaime Paz y sus charcos de sangre.

El caudillo nace o se hace, pero lo que no hay duda es que todo ejecutivo en Bolivia parece tener esa vocación. El presidente Luis Arce lo acaba de demostrar emulando a Áñez volviendo a posesionar a un ministro censurado por la cámara que representa el poder popular, pero además lo ha hecho asegurando que “el pueblo lo ha pedido”, idéntico al mantra de Morales para ir a la reelección aún por encima del resultado de un referéndum donde el pueblo, de verdad, se expresó libremente.

Sin mecanismos de control reales, en Bolivia desde siempre ha funcionado el poder de la calle, la crisis extrema, el camino sin retorno, la presión que saca presidentes en helicóptero o envueltos en banderas mexicanas. Burlarse de la voluntad de estos suele ser un desencadenante poderoso, por lo que conviene que Luis Arce empiece a tomar nota cuidadosamente. El contexto económico no está para muchas alegrías.


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