Un año de guerra y diplomacia

Como se preveía, la crisis militar ha empujado al mundo entero a una debacle económica de importantes dimensiones en un momento poco propicio que parece preocupar más que las vidas humanas

Se cumple un año desde que Vladimir Putin ordenó la “operación especial” sobre Ucrania cumpliendo la amenaza después de meses de negociación agria que, desde el principio, estaba condenada al fracaso.

La pelea real nunca fue con Ucrania sino con la OTAN en general y Estados Unidos en particular: desde hace aproximadamente una década el gobierno de Estados Unidos viene promocionando su plan de “escudo antimisiles” para desplegarse en las fronteras de la OTAN, en teoría para “protegerse”. Este plan, que necesita a Irán enojado, por ejemplo, e inestabilidad en el Oriente Medio, fue cuestionado por Putin desde el primer minuto por varias razones, y poderosas todas ellas. Una: que las teóricas plataformas defensivas a instalarse tenían también capacidad ofensiva; otra, casi definitiva, se pretenden instalar en sus propias fronteras.

La pelea real nunca fue con Ucrania sino con la OTAN por su “escudo antimisiles” en las puertas de Rusia

El acuerdo que propició la caída de la Unión Soviética en los 90 nunca fue tan público, pero evidentemente contemplaba la neutralidad de las ex repúblicas soviéticas de Europa como han reconocido recientemente los protagonistas de la época. Muchas de ellas, sin embargo, se han incorporado a la OTAN ante el enojo de Rusia que no ha hecho más que protestar. La instalación del escudo iba aún más allá, pues se mete en territorio ancestral, por lo que la respuesta bélica, siempre injustificada, es comprensible.

Como se preveía, la crisis militar ha empujado al mundo entero a una debacle económica de importantes dimensiones en un momento poco propicio, pues recién se empezaba a superar la pandemia del coronavirus. Rusia y Ucrania producen el 40 por ciento del trigo del mundo y controlan también el mercado de fertilizantes, por lo que la crisis alimentaria fue inmediata producto de la especulación, a lo que le siguió, como no, el precio del crudo. La inflación, pese a tener un origen muy identificado, trata de ser contrarrestada ahora con recetas clásicas de subida de tipos de interés que, según los expertos, puede conducir a otra recesión global de consecuencias nuevamente desconocidas.

La guerra, por supuesto, no ha terminado y no tiene pinta de hacerlo pronto pese a que los activistas mediáticos de uno y otro lado predican a menudo las victorias inminentes de unos o de los otros. Mientras, los halcones ya han ido configurando una confrontación a gran escala, incluyendo cada vez más armas y cada vez más elementos de fricción, bien a través de las sanciones económicas, de la censura, de la voladura de ductos, de la migración y de otros elementos simbólicos. Rusia está configurando un mercado alternativo recuperando influencias diplomáticas oxidadas, algo que no le va mal a un nuevo mundo multipolar.

Todos los países se han tenido que alinear a su manera y Bolivia no ha sido menos. Su apuesta de apoyo formal y público a Rusia parece un suicidio al menos en los términos diplomáticos clásicos, pues las bases del reclamo marítimo – una invasión ilegal por parte de Chile – se ven duramente socavadas. En términos económicos tampoco parece una buena idea; Rusia vendía unos cien millones de dólares al año, sobre todo en fertilizantes, y controla Incahuasi a través de Gazprom, hoy por hoy el pozo más importante del país junto a Margarita, mientras Bolivia apenas lleva nada al país más extenso del mundo.

El futuro es incierto en el campo de batalla y en los mercados bursátiles. Estamos ante una especie de conflicto inevitable en el que se juega mucho más que unos pocos kilómetros de tierra; es la antesala del conflicto por el control mundial, por la hegemonía del futuro, y donde lo mejor que puede pasar es precisamente que no haya un vencedor, al menos no un solo vencedor. Acabar con la guerra ya es urgente.


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