Los aciertos de la industrialización

Que Bolivia tenga una planta de urea no es fruto de la casualidad, sino de un camino tortuoso que se ha andado con demasiadas trampas, pero que da frutos

Es un tanto oportunista celebrar a estas alturas los notables ingresos derivados de la planta de urea de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB), porque efectivamente, debido a una notable desgracia, los precios de los fertilizantes están por las nubes, pero tampoco sería justo dejarlo pasar como si tal cosa.

En el período de enero a junio de 2022, 273.688 toneladas métricas del fertilizante fueron entregados por YPFB a ambos mercados; un 15 por ciento de esta cantidad tuvo como destino el mercado interno y el 85 por ciento a mercados de exportación. El precio internacional permitió que el volumen de facturación haya llegado a unos 160 millones de dólares, y as perspectivas son aún mayores para este segundo semestre con el ciclo agrícola recién iniciado y con los precios elevados de todos los hidrocarburos y sus derivados por el impacto de la invasión rusa de Ucrania, o más precisamente, por las sanciones que el mundo OTAN ha impuesto sobre Rusia y que se pagan a escala planetaria.

En sí viene a ser una constatación de que unos cuantos pensadores políticos, con más corazón nacional que mente científica, que también, como los Montenegro, Quiroga Santa Cruz o Soliz Rada tenían razón. Bolivia sí tiene la posibilidad de industrializar sus recursos naturales y convertirlos en rentables; transformar su matriz exportadora de materias primas en otra cosa y obtener el famoso valor agregado que domina el sistema, pero aún así seguirá siendo una idea denostada por algunos políticos nacidos en el victimismo y la sumisión.

Que Bolivia tenga una planta de urea y se anuncie con bombo y platillo la construcción de una de fertilizantes granulados no es fruto de la casualidad, sino de un camino tortuoso que se ha andado con demasiadas trampas. No es verdad que todo empezó con la nacionalización de 2006, porque hacía tiempo que esto ya se venía pensando, pues no conviene olvidar que la nacionalización no era un fin en sí mismo – aunque siga siendo el gran logro que exhibe el MAS en 15 años de gestión – sino un medio para impulsar la transformación. Así llegaron las plantas separadoras, boicoteadas desde todos los niveles y con las estrategias más surrealistas, pero que demoraron lo que debía construirse en dos años en unos ocho. La planta de Carrasco no llegó hasta 2013; la de Yacuiba hasta 2015, y sí, efectivamente todas subieron demasiado de precio, algo que debería ser investigado con fruición.

La planta de Carrasco, en el corazón del Chapare, es la que se ideó para atender las necesidades agroindustriales: urea, amoniaco, fertilizantes, etc. Para funcionar se negoció la liberación de una sexta parte del gas rico en licuables que se exportaban gratis a Brasil, y con eso empezó a funcionar. Una planta que requiere apenas 6 millones de metros cúbicos diarios atiende las necesidades de GLP, y también de urea cuando se abordó la construcción de la primera planta que sí se puede considerar petroquímica (aunque muy básica).

Todas las denuncias de malos manejos deben ser investigadas, pero no cualquier critica a su utilidad tiene sustento. Todas las grandes potencias hidrocarburíferas del mundo, de Rusia a Qatar pasando por EEUU o Brasil, han tenido en el Estado su principal palanca de crecimiento y Bolivia no debe ser diferente. Aprovechar lo propio es un derecho que da réditos. Es evidente.


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