Contra las armas de fuego

El problema de fondo es que son las naciones y los gobiernos quienes deberían plantearse el reducir o detener la fabricación de armas, ya que mientras esta industria perviva, nunca se podrá eliminar la violencia

Este 9 de julio, como todos los 9 de julio, se conmemora el Día Internacional para la Destrucción de las Armas de Fuego, una fecha que llega al calor del último tiroteo indiscriminado en Estados Unidos, que siempre tiene efectos de conmoción mundial, y que en Bolivia llega también en el marco creciente de la violencia ligada al narcotráfico, que tiene en el manejo de armas precisamente su vertiente más peligrosa.

La asignación de la fecha a esta causa se vio impulsada a raíz de la Conferencia General sobre el Comercio Ilícito de Armas Pequeñas y Ligeras, que se realizó en el año 2001 en la sede de Naciones Unidas.

Desde entonces son muchas las armas de fuego que los ciudadanos han entregado para su destrucción y, sin embargo, hoy en día el número de rifles, revólveres y pistolas parecen haber aumentado en gran cuantía a lo largo y ancho del mundo al calor del auge de los extremismos y los miedos infundidos por el populismo, y también por los planteamientos de determinados presidentes – Donald Trump, Jair Bolsonaro, Víktor Orbán, Rodrigo Duterte – que han exaltado el derecho a la autodefensa.

En promedio, Naciones Unidas estima que cada año el 9 de julio se logran destruir ochocientas mil armas de fuego, pero, cada vez que se destruye una, se fabrican diez que vienen a ocupar su lugar.

El problema de fondo es que son las naciones y los gobiernos quienes deberían plantearse el reducir o detener la fabricación de armas, ya que mientras esta industria perviva, nunca se podrá eliminar la violencia y las muertes que acarrean consigo las armas ilícitas.

En Bolivia el asunto es especialmente complejo por sus vulnerabilidades, por la porosidad de sus fronteras y por la potencia de fuego de las propias bandas que operan en el interior. En esas, seguramente es necesario plantear propuestas agresivas y audaces que eviten que el esquema de violencia se replique también en los diferentes territorios y barrios donde el narcotráfico opera.

El asunto es ciertamente complejo, pero de nada sirve negarlo. Cuanto más se tarde en reconocer que el desafío de la droga ya está dentro de nuestras fronteras y que son nuestros hijos los que están amenazados por ella, más difícil será plantear una respuesta proporcional y contundente.

Efectivamente, para poner límites al consumo de droga hace falta involucrar a toda la comunidad social y educativa, a las familias y a las instituciones; para controlar la proliferación de armas, además de la conciencia, hay que activar mecanismos de control con todas las garantías, y eso parece que sigue fallando.

Oxfam, Amnistía Internacional y la Red Internacional de Acción sobre Armas Pequeñas, por nombrar algunas, suelen instalar centros de recolección y destrucción de armas de fuego como principal actividad además de la sensibilización, no obstante, estas organizaciones también afirman que mientras los gobiernos no sumen esfuerzos con la sociedad civil para lograr disminuir el número de armas de fuego disponibles, toda acción llevada a cabo se diluirá, porque es el clásico ejemplo de un paso adelante y diez atrás. Ojalá en Bolivia no sea demasiado tarde.


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