El cambio sin cambio de Afganistán

Biden no ha alcanzado ni uno solo de los objetivos, salvo tal vez matar a Bin Laden. Afganistán no es hoy un país mejor, ni sus mujeres son más libres, ni sus habitantes más demócratas, y el nefasto integrismo religioso ha vuelto

Todos los analistas internacionales preveían que el ejército talibán recuperara el poder en Afganistán después de que Estados Unidos pusiera fin a una misión de 20 años. La mayoría estimaba entre cuatro y seis meses, como nos hicimos eco en este editorial, pero la realidad es que no han tardado ni tres semanas.

Las imágenes de la retirada, especialmente en el aeropuerto, son dantescas. También las palabras del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que parece haberse enterado recién de que sus guerras no son las de todos.

Biden, que no es un novato, pues fue ocho años vicepresidente de Barack Obama, el premio Nobel de la paz que más guerras inició y mantuvo a lo largo de su mandato, vino a explicar el lunes en la noche que ellos sí habían completado una misión – con éxito, se entiende – pero que habían sido los afganos quienes no han querido pelear con el ejército talibán y que, por ende, todo está bien, porque ellos sí han ganado.

Lo cierto es que el fulgurante avance de las tropas talibán solo se entiende desde el apoyo popular, es decir, no ha habido resistencia de ningún tipo en las ciudades no solo por el terror que puedan producir, como los medios hegemónicos insisten en posicionar, sino porque las recetas ofrecidas por el ejército invasor no han sido mejores.

La huida del presidente Ashraf Ghani Ahmadzai a las primeras de cambio desnudó toda la ficción norteamericana sobre el terreno, que ya era muy difícil de sostener a partir de 2014, cuando se replegaron la mayoría de las tropas internacionales – llegó a haber hasta 150.000 militares sobre el terreno - y los talibanes volvieron a asentarse sin problema sobre las provincias más despobladas.

Ni el régimen de Ghani Ahmadzai ni el de ninguno de sus antecesores pueden considerarse “democráticos”, pues las elecciones fueron intervenidas por los tutores extranjeros, con participación limitada, y nunca hubo una verdadera legitimación del poder. Más al contrario, los escándalos por los nombramientos entre criminales de guerra y corruptos confesos han sido una constante y el régimen títere solo ha causado más repulsión mientras se repetían escándalos por las adjudicaciones de concesiones para la reconstrucción o para la explotación de recursos naturales, etc. La mayor burla es precisamente la simulación en la que se convirtió la conformación del Ejército afgano, que nunca pudo identificar cuanto personal tenía, pero cuyos generales cobraban salarios por todos.

Estados Unidos y los países interventores han creado una élite de simulación - también en lo que se refiere a los derechos de la mujer, que muy poco distan del concepto talibán al respecto -, que finalmente no ha sido aceptada por el pueblo que acabó siendo víctima de una venganza de las que se muestran estériles.

Biden no ha alcanzado ni uno solo de los objetivos, salvo tal vez matar a Bin Laden. Afganistán no es hoy un país mejor ni sus habitantes son más libres ni más demócratas. El integrismo religioso, que incorpora otros elementos nefastos a la legítima lucha anti imperialista, ha acabado por imponerse de nuevo por las armas, pero desde dentro.

Seguramente el pueblo afgano – al contrario de lo que piensa Biden – merece un futuro mejor, pero no será por las armas extranjeras como se logre.


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