La responsabilidad sudamericana sobre Haití

La Patria Grande debe dejar de ser concepto y anhelo y pasar a tener voz y brazos ejecutores que protejan a sus miembros y puedan dirigir las respuestas ante los problemas de la región

En un fin de semana se han mostrado a la intemperie las vergüenzas de las dos últimas grandes “misiones” de las Naciones Unidas; por un lado, Afganistán y los 20 años de intervención que han acabado con los talibanes reconquistando el poder en apenas dos semanas, lo que da cuenta de que tienen un evidente apoyo popular después de dos décadas de gobiernos títeres y corruptos – más allá del régimen del terror que se describe habitualmente como justificación – y del que nos encargaremos con mayor profundidad en próximas ediciones, y por otro lado, Haití y su nueva década perdida que tuvo el momento culmen con el reciente asesinato del Presidente, pero que se cierra macabramente con otro terremoto que deja cientos de fallecidos.

Haití es el país más pobre de Latinoamérica desde hace casi dos siglos, pero no basta con atribuir esta situación a la catástrofe o a la caprichosa ubicación geográfica sobre la placa tectónica y las fallas Caribe y Norte América. Su historia es la de una República invadida y saqueada hasta la extenuación, una suerte de campo de pruebas dramático en el que tanto España como Francia la convirtieron siendo territorio propicio para el tráfico de esclavos empleados en gigantescas plantaciones que se abrieron, además, deforestando intensamente todo el país, a diferencia de lo que sucede en su vecina República Dominicana.

Haití fue la primera República negra declarada independiente en 1804, momento en el que abolió la esclavitud – medida asumida después por Bolívar para toda Sudamérica tras el impulso de Pétion -, pero no tardaron en convertirse en neoesclavos del sistema financiero francés, que hasta hoy sigue sometiendo los destinos de la isla.

El terremoto del sábado 14 de agosto de una magnitud de 7,2 grados en la escala de Ritcher se cobró alrededor de 1.300 víctimas. En 2010 se estimaron cerca de 200.000 con una magnitud de 7,0 grados, pero que castigaron directamente a la capital de Puerto Príncipe, que viene a ser el gran paradigma de la desgracia haitiana impregnada en racismo, desigualdad y falta de oportunidades.

En 2010 se desplegó una ambiciosa misión de Naciones Unidas destinada a la reconstrucción, que como se estila en esos programas de Cooperación, habla mucho de la participación local, de la intervención integral, de fortalecer las capacidades nacionales, etc., y se hicieron numerosas cumbres de donantes. Las conclusiones están a la vista: el país apenas se levantó, las grandes concesiones y proyectos de reconstrucción quedaron en manos de transnacionales francesas y norteamericanas, la democracia clásica que se intentó implantar acabó alumbrando gobiernos débiles y títeres, y a la vuelta, todo voló por los aires.

¿Qué ha hecho Latinoamérica autónomamente por ayudar a uno de sus países más emblemáticos y que simboliza el maltrato histórico de la región llevado al extremo? Prácticamente nada. Algunos países aceptaron enviar tropas en la misión de paz de las Naciones Unidas, incluido el gobierno boliviano de Evo Morales, pese al tufillo intervencionista, pero nadie en este lado del mundo se ha preocupado demasiado por ayudar o verificar que los objetivos se cumplieran. Al contrario. Haití – como Afganistán – fue cuarteada y aprovechada mientras hubo fondos por las potencias centrales mientras que los vecinos contemplaban en silencio asaltando algunas migajas.

Es urgente recomponer los organismos supranacionales de la región que puedan tomar las riendas y dar respuestas efectivas a los problemas de la región en lugar de hacer ridículos listados de los migrantes haitianos que vagan por un continente tradicionalmente migrante sin que nadie les dé el cobijo necesario. Hasta en Bolivia.  La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) debe ser un referente en estos casos, pues no se puede permitir que se sigan manteniendo las mismas lógicas perniciosas una y otra vez. La Patria Grande debe dejar de ser concepto y anhelo y pasar a tener voz y brazos ejecutores que protejan a sus miembros.


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