El post olimpismo o hacia dónde va el deporte

La cuestión es si con esta forma de mediatizar los deportes, de convertirlos en espectáculos, en partidos del siglo, en David y Goliat, etc., no estará prostituyendo los principios elementales de la competencia

Acabadas las olimpiadas de Tokio con un bagaje ciertamente discutido a nivel mundial, los analistas deportivos y, sobre todo, los poderosos holding del negocio del entretenimiento hacen sus cuentas y prospectivas. El deporte está cambiando a golpe de click, pero no todas las elucubraciones parecen ser ciertas.

En Tokio había algo más en juego que las medallas, era una especie de desafío planetario frente al Covid-19 que las potencias entendieron que había que librar, porque lo contrario sería mostrar la decadencia del ser humano frente a las inclemencias terrenales que no puede controlar. Eso ha provocado que las olimpiadas se llevaran a cabo, pero sin público en los escenarios deportivos, sin interacción entre deportistas y sin todos esos otros elementos que hacen que el deporte sea lo que es a nivel emocional y no una simple secuencia para ver en televisión.

Dicen los expertos que no hubo grandes marcas personales ni muchas estrellas dándole brillo a una competencia en la que Estados Unidos ha vuelto a recuperar el trono en lo alto del medallero que le había arrebatado China desde Beijing 2008 y en el que se han notado por demás las grandes diferencias entre países fruto de la pandemia, y es que mientras algunos atletas de países poderosos vieron truncada su preparación por las restricciones, otros que no tuvieron tantas vieron igualados los talentos de cada lado.

Aun así, el olimpismo, como el deporte en general, se va alejando de su idea original de competición entre iguales a medida que incluye disciplinas como el golf o la escalada o hasta el skate, que requieren de infraestructuras imposibles en medio mundo.

Los datos preliminares de audiencias no son malos. Los Juegos Olímpicos suelen ser un éxito cada cuatro años en función de los horarios porque permiten acercarse a deportes menos comunes, que además no requieren demasiado tiempo de observación ni de aprendizaje. Cualquiera puede disfrutar de una carrera de 100 metros planos o de un triple salto sin necesidad de saber demasiado de la técnica ni del historial de los protagonistas. No es el caso del “deporte rey”, el fútbol, que sin las grandes estrellas involucradas pierde interés.

El fútbol ha dejado de ser estrictamente un deporte para convertirse en un espectáculo con demasiados intereses comerciales en un mercado en el que cada vez es menos competitivo: no hay jóvenes ni adultos que vean 90 minutos de competición por televisión salvo de que se trate de un partido muy especial, una final o un verdadero hincha. Los jóvenes y no tan jóvenes hoy consumen el resumen, los mejores momentos, y tal vez algún que otro meme relacionado al resultado. En eso, los deportes olímpicos están perfectamente capacitados para reclamar su cuota de pantalla (pequeña pantalla, inteligente, touch, etc.,) que atraiga seguidores y permita a las marcas vender.

La cuestión es si con esta forma de mediatizar los deportes, de convertirlos en espectáculos, en partidos del siglo, en David y Goliat, etc., no estaremos prostituyendo los principios elementales de la competencia deportiva, y no estaremos logrando que más gente se quede fuera de la práctica deportiva sana. ¿O sí? Toca que los poderes públicos hagan la reflexión sobre una presumible privatización del deporte, que tendrá consecuencias en la salud mundial en el mediano plazo.


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