Las cicatrices del gato
“No debes llorar, Zay, todos los gatos van al cielo. Y un día volverás a verlo”, le decía su madre con el deseo de consolarle. Pero no, no había consuelo válido. Zay pensaba que no podía ser buena una vida en la que le quitaban al mejor de los compañeros: aquel gatito que había...
“No debes llorar, Zay, todos los gatos van al cielo. Y un día volverás a verlo”, le decía su madre con el deseo de consolarle. Pero no, no había consuelo válido. Zay pensaba que no podía ser buena una vida en la que le quitaban al mejor de los compañeros: aquel gatito que había crecido junto con él y que ahora se iba, viejo y lleno de cicatrices. Él sabía cómo se había hecho cada rasguño; había curado con sus propias manos cada lastimadura y procurado que su amigo sanara con facilidad. Ahora, los recuerdos le hacían un nudo en el estómago.
Los siguientes meses tras la partida de Pelón, que así se llamaba el gato fueron tristes para Zay. Volvía del colegio, corría a su dormitorio para abrazar a su amigo peludo y entonces se daba cuenta de que ya no habría abrazos, ni maullidos, ni siestas de a dos. El mundo parecía un inmenso plato flotando sobre un agua estancada que lo arrastraba hacia una tristeza imposible de detener.
Los primeros instantes tras la partida de nuestro ser amado son difíciles, pero los que le siguen son todavía más cruciales; cuando la rutina intenta hacerse un hueco, capturarnos nuevamente entre sus garras y llevarnos por ese camino en el que nuestras decisiones parecen no importar tanto. Esas horas lisas sin el contacto del ser amado son las más insoportables, porque entonces esa ausencia se vuelve tácita y nos arrolla. Así lo sintió Zay y estuvo largos meses perdido sin su compañero. Una tarde se propuso creer en lo que su madre le había dicho y, aunque le costaba imaginar que hubiera algo después de la vida que conocía y que había amado con Pelón, pensó que no le quedaba otra que seguir. Y entonces fue como si un farol gigante se encendiera en su dormitorio.
Ahora, después de numerosas vidas experimentadas sabía que moría y sentía una paz intensa. No estaba seguro de si había algo detrás de la cortina blanca que marcaba el límite de la camilla en la que se encontraba postrado desde hacía unos meses; de lo que sí estaba seguro era de que si algo existía, allí estaría Pelón esperándole. “Si es cierto que los gatos tienen siete vidas, quizás pueda compartir conmigo una de ellas y lamer juntos nuevas cicatrices”, se decía, mientras les sonreía a quienes ya lloraban su partida.