Hacer política en secreto
Es verdad que la política parece haber dejado de ser un arte para convertirse en un vil espectáculo como cualquier otro. En un juego con bandos, con sus colores, sus lemas, sus cánticos, sus estrellas individualistas, sus barrabravas, y sus apuestas. Donde el resultado es lo único que...
Es verdad que la política parece haber dejado de ser un arte para convertirse en un vil espectáculo como cualquier otro. En un juego con bandos, con sus colores, sus lemas, sus cánticos, sus estrellas individualistas, sus barrabravas, y sus apuestas. Donde el resultado es lo único que importa, y donde los actores buscan ganar a cualquier precio para gozo de sus seguidores más incondicionales y horror de aquellos que ven el juego desde lejos.
El problema es que los espectáculos pueden gustar o no, y en esa medida te involucras. Pero la política no, porque en este país al menos, y mientras el Pacto de San José no diga lo contrario, el voto es una obligación. Ni siquiera un derecho.
La democracia es más vieja que Jesucristo, aunque fuera censitaria. Sus lógicas se han mantenido más o menos invariables hasta nuestros días, aunque con ciertos traumas intermedios. Básicamente, se trata de que hay decisiones que se deben tomar políticamente, más allá de lo que digan los expertos, y en ese sentido, el pueblo es quien mejor puede elegir a las personas que mejor toman las decisiones.
Es cierto que hubo periodos en los que solo se apostaba por el criterio del cacique, que se convirtió en todólogo, y otros en los que los gobiernos eran copados por tecnócratas que queriendo o sin querer respondían a algún tipo de lineamiento epistemológico y los que el pueblo les importaba más o menos un comino cuando entraba en conflicto con la razón. O el rendimiento económico.
Trump, Bolsonaro o López Obrador son personajes con los que se puede estar radicalmente en contra de sus planteamientos, pero no hay duda de que se conoce lo que piensan
En cualquier caso, la mecánica en política siempre se ha basado en la popularidad. Al menos en hacer conocer lo básico para que la gente te vote. Esto es, si los candidatos no pueden engendrar amor ni platónico en sus votantes, al menos deberá hacerse conocer y que la gente conozca, al menos, lo que propone.
Lo ideal es que la gente sepa también lo que el político piensa de las cosas. Un matiz que parece tonto, pero no lo es, pues es la clave para que se genere precisamente esa empatía que funciona como catalizador de cualquier movimiento político de masas. Trump, Bolsonaro o López Obrador son personajes con los que se puede estar radicalmente en contra de sus planteamientos, pero no hay duda de que se conoce lo que piensan, más allá de lo que plantean. De hecho, estos políticos pueden dar respuestas “políticamente correctas”, pero su electorado enfervorecido, sabe interpretarlas a la perfección.
La campaña hasta el momento no ha entrado a temas por debajo de lo formalmente correcto. Intercambios de criterios, temas superficiales, generalidades… mucha corrección y mucho temor al error. En ese sentido, resulta difícil que el electorado se entusiasme con algo nuevo por mucho que haya empezado a confundirse con los pensamientos de los viejos.
En cualquier caso, la total incoherencia política viene cuando no se difunde ni lo que se piensa ni lo que se plantea, y además, se llega a pactos secretos que se tratan de silenciar.
Vivimos en tiempos de comunicación horizontal, donde la decencia va por delante. En Tarija y en Bolivia hay todavía demasiados actores haciendo las cosas “a la antigua”, lo que en tiempos de redes sociales se considera “nocturnidad y alevosía”. El votante boliviano es, todavía, muy poco exigente. Pero nunca ha sido tonto.
El problema es que los espectáculos pueden gustar o no, y en esa medida te involucras. Pero la política no, porque en este país al menos, y mientras el Pacto de San José no diga lo contrario, el voto es una obligación. Ni siquiera un derecho.
La democracia es más vieja que Jesucristo, aunque fuera censitaria. Sus lógicas se han mantenido más o menos invariables hasta nuestros días, aunque con ciertos traumas intermedios. Básicamente, se trata de que hay decisiones que se deben tomar políticamente, más allá de lo que digan los expertos, y en ese sentido, el pueblo es quien mejor puede elegir a las personas que mejor toman las decisiones.
Es cierto que hubo periodos en los que solo se apostaba por el criterio del cacique, que se convirtió en todólogo, y otros en los que los gobiernos eran copados por tecnócratas que queriendo o sin querer respondían a algún tipo de lineamiento epistemológico y los que el pueblo les importaba más o menos un comino cuando entraba en conflicto con la razón. O el rendimiento económico.
Trump, Bolsonaro o López Obrador son personajes con los que se puede estar radicalmente en contra de sus planteamientos, pero no hay duda de que se conoce lo que piensan
En cualquier caso, la mecánica en política siempre se ha basado en la popularidad. Al menos en hacer conocer lo básico para que la gente te vote. Esto es, si los candidatos no pueden engendrar amor ni platónico en sus votantes, al menos deberá hacerse conocer y que la gente conozca, al menos, lo que propone.
Lo ideal es que la gente sepa también lo que el político piensa de las cosas. Un matiz que parece tonto, pero no lo es, pues es la clave para que se genere precisamente esa empatía que funciona como catalizador de cualquier movimiento político de masas. Trump, Bolsonaro o López Obrador son personajes con los que se puede estar radicalmente en contra de sus planteamientos, pero no hay duda de que se conoce lo que piensan, más allá de lo que plantean. De hecho, estos políticos pueden dar respuestas “políticamente correctas”, pero su electorado enfervorecido, sabe interpretarlas a la perfección.
La campaña hasta el momento no ha entrado a temas por debajo de lo formalmente correcto. Intercambios de criterios, temas superficiales, generalidades… mucha corrección y mucho temor al error. En ese sentido, resulta difícil que el electorado se entusiasme con algo nuevo por mucho que haya empezado a confundirse con los pensamientos de los viejos.
En cualquier caso, la total incoherencia política viene cuando no se difunde ni lo que se piensa ni lo que se plantea, y además, se llega a pactos secretos que se tratan de silenciar.
Vivimos en tiempos de comunicación horizontal, donde la decencia va por delante. En Tarija y en Bolivia hay todavía demasiados actores haciendo las cosas “a la antigua”, lo que en tiempos de redes sociales se considera “nocturnidad y alevosía”. El votante boliviano es, todavía, muy poco exigente. Pero nunca ha sido tonto.