La falsa moral de los asambleístas

El ejercicio de la función pública es un privilegio. Una oportunidad para trabajar por los vecinos e involucrarse en primera persona en el desarrollo del terruño. Sin duda que debería ser una dedicación cotizada al alta por lo hermoso del menester. Tiene algunas desventajas, como que...

El ejercicio de la función pública es un privilegio. Una oportunidad para trabajar por los vecinos e involucrarse en primera persona en el desarrollo del terruño. Sin duda que debería ser una dedicación cotizada al alta por lo hermoso del menester. Tiene algunas desventajas, como que desaparece buena parte de la privacidad y las conductas deben ser ejemplarizantes, no vulgares.

En un país como el nuestro, tan opaco y tan mañudo, las penas de corrupción y de incumplimiento de deberes siguen siendo tímidamente penalizadas y casi imposibles de demostrar, evidentemente, porque la corrupción no deja facturas, y porque hay pocos países más propicios que este para asignar patrimonios a “palos blancos” haciéndolo casi indetectable.

El Registro tanto de propiedades (Derechos Reales) como de empresas (Fundempresa) son dos entes opacos e inaccesibles, en los que muy poca información se puede obtener a título de ciudadano o periodista.

La única obligación que tiene un servidor público es la de firmar una declaración jurada de bienes y remitirla a la Contraloría, donde el único ejercicio para tratar de validar su veracidad es exponerlas al público. Un acto que se hace a través de una página web no tan intuitiva y no tan accesible, pero que al menos las dispone.

Como conocer los negocios o propiedades por otra vía es casi imposible, aun suponiendo que el político corrupto no hubiera tenido la “prudencia” básica de poner sus bienes a nombre de terceros, la única forma de poder verificar lo jurado es que alguien de extrema confianza, o al menos del entorno, cuantifique el patrimonio del sindicado.

Un lindo ejercicio sería que todas las autoridades electas levanten su secreto bancario y el de su entorno cercano y que cualquiera pudiera conocer el patrimonio certero, no vía declaración jurada, pero eso, evidentemente, no se hace porque a quienes legislan no les conviene.
La única obligación que tiene un servidor público es la de firmar una declaración jurada de bienes y remitirla a la Contraloría, donde el único ejercicio para tratar de validar su veracidad es exponerlas al público
Una vez Evo Morales y Álvaro García Linera dijeron que levantaba su secreto bancario. La unidad encargada de procesar esa información tardó casi un lustro, y lo peor es que todavía se hizo público con errores. Un despropósito mayúsculo.

En las declaraciones juradas de nuestras queridas autoridades también hay errores. O desprecios. Asambleístas que no consignan ni siquiera su jugoso sueldo del año pasado, que es público, o que aseguran tener 0. Nada. Ni un peso en una triste cuenta corriente. Nada de nada.

En estas cosas entra en juego la falsa moral y la conciencia tranquila. Alguien que no tiene nada que esconder, se plantaría tranquilo delante de su declaración y firmaría exactamente lo que tiene. No debería ser nada raro que políticos que llevan diez o doce años en activo, o profesionales con 20 años de ejercicio tengan al menos una casa en propiedad, que puede ser del año de Maricastaña, pero que los hace de facto millonarios en estos tiempos que corren de especulación desbocada.  Para algunos es incluso más tranquilizador que la autoridad ya tenga su patrimonio hecho y no que todavía tenga que pensar donde va a vivir mientras trata de servir al pueblo.

Lo que no es de recibo es que algunas asambleístas se tomen la publicación ejemplar que hizo este diario como una afrenta. Las autoridades políticas deben rendir cuentas de sus actos y deben ser transparentes en su gestión. Declarar sus bienes de forma jurada – ojo, que acarrea sanción falsear datos – es una obligación que impone el Estado, no este medio y si alguien tiene mala conciencia por su patrimonio acumulado, no es en los medios donde debe rendir cuentas.

 

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