A qué le teme un asambleísta

Varios sondeos colocan a la Asamblea Legislativa Departamental como la institución peor valorada de la Autonomía Departamental, incluso peor que Setar, lo cual debería ser preocupante para todos, pues se trata de la entidad central de la expresión popular, pero sobre todo para los propios...

Varios sondeos colocan a la Asamblea Legislativa Departamental como la institución peor valorada de la Autonomía Departamental, incluso peor que Setar, lo cual debería ser preocupante para todos, pues se trata de la entidad central de la expresión popular, pero sobre todo para los propios asambleístas, que más al contrario, han decidido no hacer nada al respecto.

Hubo un tiempo en que los diputados y senadores eran personas reconocidas e incluso admiradas en las provincias, no porque trabajaran en La Paz, sino porque su papel se vinculaba a la conducción del país y abarcaba los principales asuntos estratégicos. Después vino la lucha autonómica y los parlamentarios nacionales se convirtieron en una especie de asesores/conspiradores al servicio de uno u otro poder ejecutivo. No es que dejaran de tener relevancia en determinados asuntos generales, pero la relación entre el Gobierno y las regiones cambió; ya no se trataba de ser los “conseguidores” de leyes, obras, cosas, sino que debían convertirse en articuladores de políticas desde las regiones hacia el nivel central. Huelga decir que tampoco lo han realizado.

Con la era autonómica y sobre todo, con el boom de los recursos, los nuevos referentes en la orientación debían ser los asambleístas departamentales. Elegidos mediante un sistema poco ortodoxo, en el que no todos los votos son iguales ni siquiera dentro de la misma circunscripción por aquello del localismo extremo, los asambleístas debían ser aquellos que dotaran de contenido a la autonomía, orientaran el futuro, priorizaran las inversiones… Los asambleístas debían controlar a todos los ejecutivos: al Gobernador, a los subgobernadores y también los convenios que unos y otros debían firmar.

Pero en algún momento, la cuestión se volcó. Los asambleístas se convirtieron en meros gestores de leyes intrascendentes, con todos los respetos para el rosquete, la empanada blanqueada y el templo de Yunchará, mientras los ejecutivos se convertían en dueños y señores de todas las decisiones, sin siquiera rendir cuentas una vez al año.

Los asambleístas, con sus 14.000 bolivianos al mes, asesores, dietas, dobles aguinaldos, etc., no tardaron en colocarse al cobijo de su ejecutivo seccional y más tarde, incluso de su alcalde de referencia en determinados momentos.

En la actual coyuntura, alcaldes y ejecutivos se encuentran endeudados luego del traumático despertar que produjo la caída de cien dólares en el barril petróleo y que dejó en el limbo docenas de proyectos insulsos contratados, con anticipos pagados y sin ninguna posibilidad de completarse en plazo y forma.

Es evidente que los asambleístas, en tanto se convirtieron en voceros de sus caudillos, son corresponsables de la situación de crisis de la que todavía no se acaba de salir, pero sus gestos no permitir asegurar que aprendieron la lección.

De los asambleístas depende asegurar una visión departamental, con inversión priorizada, y no seguir cuarteando los recursos departamentales para proyectos de impacto local, cuya fuente de financiación es otra.

A más, los asambleístas deberían asumir su responsabilidad en el marco autonómico y dejar de marear ya con la supresión de los ejecutivos seccionales electos, visto el fallido resultado, y limitar la influencia de los alcaldes, más cortoplacistas. Su papel debe volver a ser relevante, porque de lo contrario, no se justifican ni sus privilegios, ni su propia existencia.

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