Crónicas de cuarentena: La procesión de los barbijos
Hace cinco años, cuando veíamos a un asiático con barbijo cruzar el aeropuerto de Viru Viru, el común de los mortales se daba vuelta para cerciorarse que todo estaba bien. Lo que daba “miedo” en sí era el barbijo; para algunos era incluso una especie de falta de respeto que alguien no...



Hace cinco años, cuando veíamos a un asiático con barbijo cruzar el aeropuerto de Viru Viru, el común de los mortales se daba vuelta para cerciorarse que todo estaba bien. Lo que daba “miedo” en sí era el barbijo; para algunos era incluso una especie de falta de respeto que alguien no quisiera respirar el mismo aire que los bolivianos o que tomara las precauciones respectivas.
De repente hoy todos llevamos barbijo. Incluso somos expertos en barbijos: de tela, de tela lavable, los redondos, los quirúrgicos, los caseros truchitos, los caseros con telas recomendadas, los de color fosforito, los que se atan por debajo de la melena, los estampados, los que te agarran el cachete…
El mío es un maldito N95 con dos gomas amarillas de las que arrancan el pelo, con puente metálico sobre la nariz. Creo que es dos tallas más pequeño porque se me quedan marcadas tanto las gomas en el pómulo como el metal en mi nariz, que también es verdad pudiera ser dos tallas más grandes de lo normal. También lo creo por cómo me miró mi casera el primer día que me lo enfundé y salí a comprar la carne para el asau.
Acostumbrados como estamos a desafiar a la bioquímica con nuestros te invito, nuestros puchos compartidos, nuestros apretones de mano y hasta nuestras besuqueadas importadas de la Argentina, resulta peculiar contemplar la escena de la procesión de barbijos bajando de San Roque o enfilando Villa Fátima.
La cuestión es que mi case no llevaba barbijo e insistía a todo el mundo que allí se lavaba todo con lavandina. Mostrador ancho, música más o menos baja, tuve que repetir tres veces el pedido, a la cuarta me quité el barbijo. Ahí me pareció que en realidad me leía los labios. Realmente se le veía incómoda de atender a todo un ejército de enmascarados. Tres días después volví a pasar por el lugar y mi case había cerrado el negocio, quién sabe si por falta de provisiones o por puro empute.
En los barrios se ve de otra manera. Es raro no besar ni a la suegra ni a la comadre ¿Cuánto durará esto? ¿Habrá llegado para quedarse? ¿Harán un barbijo challeneger? No es tan raro que en esta Tarija tan rebelde hayamos ido a adoptar por costumbre justamente aquello que la OMS dice que no es necesario; como si decreto de Rodrigo Paz se tratara, todos a hacer lo contrario. Al final nadie se fía de nada y más vale prevenir, como hacían los asiáticos hace no tanto. Los números, finalmente, serán los que acaben por dar la razón.
De repente hoy todos llevamos barbijo. Incluso somos expertos en barbijos: de tela, de tela lavable, los redondos, los quirúrgicos, los caseros truchitos, los caseros con telas recomendadas, los de color fosforito, los que se atan por debajo de la melena, los estampados, los que te agarran el cachete…
El mío es un maldito N95 con dos gomas amarillas de las que arrancan el pelo, con puente metálico sobre la nariz. Creo que es dos tallas más pequeño porque se me quedan marcadas tanto las gomas en el pómulo como el metal en mi nariz, que también es verdad pudiera ser dos tallas más grandes de lo normal. También lo creo por cómo me miró mi casera el primer día que me lo enfundé y salí a comprar la carne para el asau.
Acostumbrados como estamos a desafiar a la bioquímica con nuestros te invito, nuestros puchos compartidos, nuestros apretones de mano y hasta nuestras besuqueadas importadas de la Argentina, resulta peculiar contemplar la escena de la procesión de barbijos bajando de San Roque o enfilando Villa Fátima.
La cuestión es que mi case no llevaba barbijo e insistía a todo el mundo que allí se lavaba todo con lavandina. Mostrador ancho, música más o menos baja, tuve que repetir tres veces el pedido, a la cuarta me quité el barbijo. Ahí me pareció que en realidad me leía los labios. Realmente se le veía incómoda de atender a todo un ejército de enmascarados. Tres días después volví a pasar por el lugar y mi case había cerrado el negocio, quién sabe si por falta de provisiones o por puro empute.
En los barrios se ve de otra manera. Es raro no besar ni a la suegra ni a la comadre ¿Cuánto durará esto? ¿Habrá llegado para quedarse? ¿Harán un barbijo challeneger? No es tan raro que en esta Tarija tan rebelde hayamos ido a adoptar por costumbre justamente aquello que la OMS dice que no es necesario; como si decreto de Rodrigo Paz se tratara, todos a hacer lo contrario. Al final nadie se fía de nada y más vale prevenir, como hacían los asiáticos hace no tanto. Los números, finalmente, serán los que acaben por dar la razón.