Gabriel Aguirre Alandia: con la pintura en las venas
La historia de un pintor que la tenía clara desde el principio.
Gabriel Aguirre Alandia, más conocido por su mote artístico Secuaz, es colla del lado materno y chapaco del lado paterno. Así lo dice, y de ambas cepas le viene el arte: su abuelo paterno, artista; sus tíos abuelos maternos, también. De hecho, el muralista paceño, Miguel Alandia Pantoja, es uno de ellos. “Pese a que vengo de esa herencia, mis papás todavía eran bastante conservadores. Ellos querían que yo estudie la carrera típica. Pero yo, desde niño, ya la tenía más clara. A mis tres, cuatro años, una tía me preguntó qué quería hacer cuando sea grande, y yo le había dicho: músico o pintor”.
“De ahí, haces lo que quieras”
Tal claridad no le evitó el periplo de “las mil carreras”: ingeniería comercial, economía, derecho, ingeniería civil, artes escénicas. Y no era malo para el estudio, sino que otras cosas lo llamaban. Cuando llegó al Palacio Portales, en Cochabamba, la exposición del pintor ecuatoriano, Oswaldo Guayasamín, para Gabriel era normal ver al amigo de su tío abuelo porque lo conocía desde la infancia, ya que era uno de tantos habitués del restaurante de su abuela, la pensión Bolívar, donde Jaime Sáenz, Guillermo Lora, y otros tantos artistas y bohemios tertuliaban.
Con tanta influencia y tanta pintura en las venas, ¿cómo iba a seguir así nomás la famosa consigna familiar de “primero me estudias, me entregas tu cartón y, de ahí, haces lo que quieras”? Secuaz recuerda: “Algo me decía que eso estaba mal. En ese tiempo no tenía cuenta de banco, me mandaban la plata de la universidad por correo”. Heroínas y Ayacucho en la ciudad de Cochabamba. Para un lado, la ruta hacia la universidad. Para el otro, la Cancha. “¿Qué voy a hacer? Si voy y pago todo el semestre, voy a estar más comprometido y voy a acabar una carrera para después no hacer nada. Me fui a la Cancha y me compré un amplificador y un bajo”.
Secuaz
A casi 30 años de distancia, resuena el enojo de su padre y el Secuaz ríe. “No se puede hablar de lo que no ha sido. Ahora me alegran esas locuras porque por ellas soy la persona que soy”.
¿Y quién es el Secuaz, de dónde salió? Anécdota de los tiempos donde eso que ahora se llama bullying era la moneda corriente, donde los más astutos se aprovechaban de la inocencia de otros para sacar jugosas ventajas: “Un amigo me pidió que le haga el favor de ponerme a hablar con el dueño de un boliche, y cuando lo veo se estaba robando un trago. Me quedé así, quieto, y vi cómo se perdió. Era el típico chango que se cagaba de risa, y gritaba y me decía, ‘¡Cómplice del crimen! ¡Secuaz!’. Como era el que ponía apodo a todos, me quedé con ese. Hasta tenía mi firma en el colegio: CQ y un as de las cartas”.
Gabriel tenía muy clara su misión porque, curiosamente, su madre le hacía dibujar y pintar desde niño. “Era la única forma en que podía tenerme quieto”. También ella, según Gabriel, fue responsable de sellar su apodo en su camino, pues era quien contestaba el teléfono cuando alguna vocecita pedía hablar con el Secuaz. Volvía furiosa a interpelarlo, a mostrarle las connotaciones negativas de tal apodo.
“Mi mamá era una artista frustrada. Cantaba bellísimo. Cuando se enteró que tenía cáncer, dejó de trabajar y se inscribió en la escuela de arte de la calle Saracho”. Posiblemente esa pérdida, ese ímpetu vital, esa claridad, son las cosas que llevaron la vida del Secuaz, de Gabriel, por una senda de vicisitudes cada vez más oscuras en la que pudo encontrarse haciendo una relación cada vez más íntima con la pintura y con su propia luz.
El experimento
“Mi relación con la pintura es muy espontánea. Entramos en comunión en un cierto momento donde todo desaparece. Trato de no dejarme intimidar por el blanco del lienzo, de no pensar mucho, y empezar a manchar, a tirar pintura. El cuadro me va diciendo, ‘por aquí, mira aquí, parece un ojo’. Seguramente hay mucha gente que es muy leída y le meten mucho concepto. Yo no. Las interpretaciones son tan variadas, las personas somos tan diferentes. Por eso no pongo títulos. Si planeo, listo: la cagué”.
Así encapsula Gabriel su aproximación a la pintura. Es algo que viene de la juventud, cuando pasó por la Escuela de Bellas Artes solo para sentir que le cortaban la creatividad. “Me decían que no podía usar así el negro y los colores. Para todo hay reglas, y que me pongan reglas para pintar, no”. Su arte es puro permiso para mezclar agua y aceite, y siempre halla la manera de materializar su imaginario.
“No me considero como un buen artista, pero sí como una persona creativa que experimenta. Es lo que más me gusta hacer y lo que me tiene mal porque no estoy experimentando mucho. La gente me pide cuadros, entonces como que me estoy repitiendo. Ahora hablando contigo, como si fueras terapeuta, me doy cuenta que he perdido la parte de mancharme, de errar, de maravillarme por cómo me ha quedado”.
Perseguir un rostro
La rencilla que tiene con la vía académica es perpetua y se extiende hasta convertirse en una crítica de la realidad nacional. “He visto chicos que se han graduado haciendo un Silvester Stallone de 2 metros, igualito, hasta con las gotas de sudor. Imagínate, qué desperdicio de talento. No pueden crear algo a partir de su cabeza. Tienen que copiar. Por eso andamos como andamos, no hacemos nada, todo es materia prima y no desarrollamos nada, ni tecnología, ni gasolina. Es una cultura donde no hay creación ni investigación. Seguramente hay casos excepcionales, sé de gente, pero la regla es así”.
Gabriel se enoja con el cariz de la cultura de la apariencia, donde no es necesario ser sino parecerse a eso que es mejor aceptado por los círculos de influencia, donde a veces solo es necesario esforzarse por mantener una careta: “Que te vean bien, aunque seas mezquino, aunque vivas pateando animales y destruyendo el medio ambiente. Eso está bien, pero ser honesto, no. Eso aquí nos vale”.
Por supuesto y como le pasa a cualquiera que se atreve a señalar la injusticia, la incongruencia y la hipocresía, la postura le valió el aplastamiento social justificado en sus propias caídas. Inmolado, sometido al extrañamiento forzado, desde el margen solo pudo sostener una pregunta: “¿Cómo pueden tomar así la vida de alguien más?”.
Irónicamente, hay una careta que se repite en su obra, una figura a la que llama y persigue, presente en muchos de sus cuadros en los que aparece, con tantas formas y rasgos, como el retrato de un ser femenino de ojos bicolor: “Lo que más me llama la atención en la vida es el rostro. Es lo más emotivo en una persona. Las manos hablan mucho, también, pero no hay nada como un rostro. Me gusta mucho hablar con una persona mirando a los ojos. Cuando me fijo en una chica, lo primero que me atrae son sus ojos. Es el recurso con el que más puedo llegar a la gente, y el que más me emociona pintar. Pero alguna vez me pasó que tenía tantas caras en mi taller que me han perturbado, y las he tenido que meter al cuarto”.
El presente
Por la vía oscura también se llega al vacío. “Muchas veces, aún está. Ya no tan fuerte como antes, pero me ha llevado a experimentar lugares muy oscuros. Y al estar en esos lugares, pedimos ayuda a gente, después al universo. Hace muchos años que empecé esta búsqueda de mi ser, de conocerme y despertar mi yo sagrado. Haber estado profundamente sumergido en la oscuridad me ha hecho buscar la luz desesperadamente”.
Además de los lienzos, las pinturas y los pinceles, Gabriel tiene a mano herramientas como el yoga, la medicación, la terapia, y un viaje transformador a la India. “Son veinte años de búsqueda, y he podido encontrar un poco de sosiego. Sin embargo, la búsqueda va a ser para siempre”.
Ese trabajo personal también se refleja en la experiencia de la pintura. “Cuando pinto, no estoy pensando en lo que estoy pintando. Usualmente, estoy pensando en mi vida. Antes me concentraba más en recordar momentos que se han muerto, y venían a mí esos recuerdos y estaba metido en el pasado, de una forma tan cruel conmigo mismo. Pero ahora me ayuda muchísimo estar presente”.
Es un trabajo más
Hace tanto que la firma CQAs cambió por las iniciales GAA. Es un triunfo sencillo, ganado a pulso y con la mente clara sobre el oficio. “No siento que ser pintor sea algo especial, como muchos otros colegas quieren creer. Cuando me hablan de la inspiración como algo extraterrenal, yo siempre les digo, ‘no, es el trabajo lo que define a las personas, el hacer’. Si la inspiración existe y te llega, y estás rascándote, no va a pasar nada, hermano”.
Gabriel ha cultivado su propia ética de trabajo para llegar al sitio donde se encuentra y ganar un estilo propio. “Mucha gente me dice, ‘yo ya sé cuándo es un cuadro tuyo’. Eso me gusta mucho, porque creo que es lo que busca el artista, que vean un cuadro y digan, ‘ese es de Kandinsky, y este es este’. En eso estoy, todavía”. Desde esa perspectiva, se le hace incomprensible que existan artistas que se quejan de pintar dos cuadros al año: “¿Cómo se van a quedar con dos cuadros al año, hermano, cuando podrían pintar, no sé, treinta?”.
El oficio también tiene sus gajes, unos que le han hecho pensar en dejar de pintar, en dedicarse a otra cosa para “volver a encontrar esa pasión, y que no me importe si vendo o no. Si no tuviera que vender los cuadros, no tendría redes. Pero tengo que estar ahí, pendiente de si me escriben. Son cosas que me han alejado un poco de la pintura”.
Mejor que te aleje eso a que sean otras cosas las que te quieran arrancar. Al pintor le parece absurdo que, entre las pocas opciones que puede haber en este país, existan niños y jóvenes que “aspiren a ser políticos para tener plata, sin ubicarse que van a tener que robar”.
Por eso, Gabriel regala este mensaje “a los jóvenes, a los niños que están inclinados por el arte, la pintura, la música, y a los padres que los apoyan: es durísimo dedicarte a lo que no te gusta hacer. Todos hacemos cosas que no nos gusta hacer, en algún momento, pero eso es una cosa muy básica de la existencia. El problema es que la sociedad nos corta, nos hace creer que no podemos o que no debemos, o nos hace pensar que un músico o un artista solamente tienen que ser drogadictos, y no es verdad. No necesitamos estar en ningún infierno. Y saber eso me parece mucho más práctico”.
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