Dos veces enterrado: la historia de Fernando Ortega León (2/2)
Después de compartir una vez más con los vivos, Fernando espera que llegue el día de su segundo descanso en una tierra más tranquila.
V
Gracias a la enseñanza de Fernando, Sacha pudo echar a andar una revolución alimentaria ancestral en Argentina, desde donde se ha expandido a otros territorios. Fernando le enseñó a cocinar. “Él me traspasa su amorosidad, su dulzura. Tenía su feminidad desarrollada. Entonces yo aprendí a comer con alegría, con interés. Su cara se transformaba, era detallista, venía de la huerta con las canastas de flores y verduras bellas, siempre con su retórica muy poética. Quien no quiere recibir ese cariño de un hombre noble”.
Hay crianzas y enseñanzas, y la instrucción religiosa colonial ha tenido un peso fuerte sobre la manera ancestral de percibir la vida. Allende los niveles de sincretismo que puedan experimentarse, las mesas de hoy en día se llenan cada vez más de alimentos ultraprocesados que ya no tienen memoria, pero están ahí porque “era lo que le gustaba”, porque ahora se abraza lo que nos mata.
VI
La cultura de las ciudades dispersa nuestras viejas tradiciones como pájaros agitados que regresan cada vez menos al nido de nuestros recuerdos. “Cuando morían las personas, todos íbamos al entierro con un manojo de hojas de molle, y todos se pasan por el cuerpo, todo, todo, con ese manojo, y lo colocas sobre el ataúd. Y eso, dice, a vos te limpia. El molle es una planta sagrada que saca las energías que ya no quieres y te redirige, te corrige, toca tu ser. Esa es su virtud”. Sacha también aprendió que antes se momificaba a los muertos, y “todo el pueblo hablaba, comentaba el nombre de esa persona, qué hizo, qué no hizo. Es la tradición oral” que mantiene viva la eterna pregunta: ¿Quiénes somos?
Cuando Fernando murió, Sacha estaba lejos, pero después supo que su madre practicó una tradición poderosa: “Había eso, cuando los familiares saltaban el ataúd, una ida y otra vuelta. De esa manera, tú cortabas tus miedos, tus traumas. Yo creo que hay personas que quizás son débiles de energía, y cuando sos débil y alguien te intimida, tiemblas”. La madre de Sacha saltó sobre Fernando. “Ella me dijo, ‘desde ese momento, ya no tengo miedo’”.
VII
¿Cuántas familias siguen preparando sus t’anta wawas en Ayaj Marq'ay Killa, el mes de los difuntos? La familia de Sacha se reúne en el patio de la casa materna y montan un taller de pan en el que diversas criaturas, escaleras, estrellas y otras figuras van tomando forma, pasando por las manos de todos hasta llegar al horno. La elaboración de la ofrenda es un momento de comunidad en que los niños se relacionan con los grandes y conocen las tres dimensiones del tiempo y el espacio: Janaj Pacha, Kay Pacha, Ukhu Pacha. “Todos nos ponemos en un engranaje y hacemos una energía circular. Desde ese lugar, es importante la espera de las almas de nuestros ancestros”. La ofrenda se hace con las manos para que los muertos sientan el cariño y traigan con más claridad sus mensajes, la misma claridad de las lágrimas, los cantos y rezos con que los vivos hacemos venir a los que se fueron para pedirles, recordarles y transmitirles las penas, los secretos, y las siempre renovadas alegrías.
“‘Yo soy tu hija, pobre, huérfana. Me dejaste. Soy tu sangre’. Así hay gente que se sienta y echa el lamento de su vida, todo sueltan ahí, y se sanan, psicológicamente. Siempre hablamos a los muertos. Es el llanto, pero también el agradecimiento por el amparo y la guía que nos dan. ‘Gracias por el buen vivir que me das’. Así no tienes que buscar ni psicólogos ni psiquiatras. Es algo que pocas personas podemos decodificar. Cada año que viene, puedes soltar, puedes decirle, ‘perdóname, hijito’. Así la comunidad queda limpio, no tiene traumas, vive de una manera tenue. Yo observo, están con una paz en su trabajo tan humilde. Hay algo más, algo que es infinito. Somos herramientas”, dice Sacha. En otro plano, el llanto también es una manera de conjurar la lluvia para regar la siembra, la tierra, para que haya vida y comida.
VIII
“Yo me estaba yendo, y no sé cómo la fuerza me hizo quedar”. La maravilla de Sacha no tiene límite. Compró un cajoncito, de esos que se usan para los difuntos bebés, donde caben los restos de su padre, quien ahora disfruta de la ofrenda casera, subido en la mesa servida, sonriendo desde una fotografía. Es la fuerza ancestral de la tradición la que impidió que Sacha cremara los restos de su padre. “Me han advertido que nosotros nunca tuvimos esa costumbre. Siempre se vuelve a la tierra. Por eso, los de la ciudad no tienen raíz, están como locos, no tienen a dónde ir. Así se olvidan de la tierra y se van solamente a lo intelectual, y transformamos la vida en plástico, en Disney y Coca-Cola, lo que antes era territorio”.
Esas palabras resuenan mientras observo los abridores de botella que dieron de recuerdo en el nicho de las Almitas Milagrosas. ¿Cómo ganamos derecho al territorio? ¿Qué es lo que alimentamos, en la vida y la muerte? ¿Qué nos queda?
Antes de trasladar a Fernando a Coimata, donde hará su descanso final, Sacha lo llevó de nuevo a casa. “Ya la ciudad era como apretado. Entonces me gusta que se vaya más al campito. Mi papá siempre se sentaba debajo de un churqui que hay en el patio. ‘Cuando yo me muera, por favor, háganme descansar en este salón verde’. Dice que ahí lo hicieron descansar. Ahora, en este segundo entierro, ahí lo voy a hacer un ritual, una ch’alla. Después, como estamos en vísperas de Ayaj Marq'ay Killa, le presentaré su coquita, su singanito, el agüita, una florcita. Y no tenemos costumbre de prender vela, pero voy a ver”.