#DiaMundialdelPeaton
El ataque de los parklets
Los automóviles eran los reyes indiscutibles de la ciudad.
Las calles estaban siempre llenas de coches. Con aceras angostas, convertidas desde hace tiempo en apéndices del comercio, los peatones apenas podían caminar, acostumbrados ya a imitar el esquema corporal de las pinturas del Antiguo Egipto, al rugir de los motores, y al trascendente olor de la gasolina. Cruzar la calle era igual que esperar que baje el caudal de un río en temporada de lluvias, o animarse a probar suerte contra una embestida animal.
A Roger Volantes, alcalde de turno, eso no le importaba. Amaba tanto la ingeniería de los motores que hizo todo lo posible para convertir a la ciudad en un paraíso para los conductores, dando rienda suelta a la construcción de avenidas, permitiendo el parqueo de autos en calles angostas, talando árboles para abrir más calles y construyendo puentes porque sí. Martina, una joven arquitecta que estaba de regreso tras estudiar planificación con la esperanza de hacer de su ciudad natal un sitio más habitable, estaba furiosa.
Sus amistades y colegas organizaron una fiesta de bienvenida a la que Martina asistió sin mucha gana. Entre copa y copla, tuvo una idea hiperbólica: “¿Y si llenamos la ciudad de parklets?”, propuso, y todos callaron. Un colega que sabía de qué hablaba secundó: “¿Qué es eso, Martina?”. La arquitecta explicó vivamente que, si se paga para ocupar un espacio de parqueo en la calle, se puede pagar para convertirlo en un espacio de relajación, con plantas, árboles y asientos.
Martina pensó que había aguado la fiesta, pero todos la miraron con interés. La charla continuó hasta el amanecer, y todos se fueron satisfechos porque habían planificado el ataque de los parklets. Durante algún tiempo, consiguieron los materiales necesarios, tablas de madera, macetas, pinturas, flores, para que, una madrugada inesperada, ocuparan varios puntos estratégicos de la ciudad con estos dispositivos. “¡La gente se despertará en otra ciudad!”, se decían frecuentemente Martina, sus amigos, y los grupos de vecinos con quienes habían pactado complicidad.
Llegó el día. El sol salió y la ciudad había sido atacada por pequeños oasis de aceras más amplias donde era posible transitar, e incluso sentarse y disfrutar del aire libre. La ciudad parecía más humana, y quizá no fuera eso lo que sacó de quicio al alcalde Volantes, sino que la voluntad popular se hubiera puesto en acción sin su conocimiento ni permiso. Ninguno de sus funcionarios sabía que decirle. Menos los que fueron cómplices de Martina. Esos sí estaban calladitos.
Volantes convocó una reunión de emergencia en el Cabildo. Blasfemó a izquierda y derecha, contra la prensa, la iglesia y el gobierno nacional. Pidió que los parklets se retiraran de inmediato y los autos volvieran a transitar, anunció empleos con la construcción de más puentes, avenidas y centros comerciales grotescos. Pero sucedió algo inesperado: los ciudadanos hicieron caso omiso; disfrutaban de la ciudad sin sentir la invasión de los motores, disfrutaban de ser parte de su territorio. Había dónde sentarse, y muchas cosas que charlar.
El ataque se volvió tendencia y Volantes temía por su popularidad. Pronto recibió llamadas de otros alcaldes: “Volantito, ¡vos sos la punta de lanza, pariente!”, le felicitaban desde oriente. Burgomaestres de la nación y aún del exterior loaban su iniciativa y la enérgica aplicación. Volantes se miró al espejo. Vio al ganador del ataque, y no lo podía creer. Se dijo, “¿es que no basta con un día del peatón al año?”.