Monteclaro
En un mundo sin gasolina, se necesita una chispa que vuelva a encenderlo todo.
—El paro ha dejado varado incluso al destino —dijo Víctor, mirando dentro del círculo negro en medio de la blanca cerámica. El ingeniero de mente brillante pero irascible llevaba años soñando la solución a la dependencia del petróleo. Había plagado las paredes de su cuarto con fórmulas y planos donde se localizaban los principales yacimientos minerales del país, junto a dibujos muy detallados del gran lago.
La cafetería estaba medio vacía. Era el refugio menos probable en medio del caos y la protesta que rompían, de tanto en tanto, el mutismo forzoso de las calles donde miles de vehículos nunca terminaban de expulsar un precario suspiro de metal. Era el lugar donde Víctor tenía que encontrarse con Carlos, un empresario acostumbrado a convertir en oro todo lo que tocaba, y con quien había pasado los mejores años del colegio. En aquel tiempo, Víctor no daba muestras de poder llegar siquiera a producir un plato de comida para mantenerse a sí mismo; sus nociones de la realidad no parecían estar afincadas en este mundo. Quizá fuera este exceso lo que llamó tanto la atención de Paula, al punto que dejara a Carlos mirando pasar su sombra en el atrio de la catedral. Ella vivió feliz durante un lustro, hasta que un auto se llevara su tacto y su voz, a toda velocidad.
A Víctor le quedaban gratos recuerdos, pero Carlos, a quien conocían como “Calculadora”, nunca supo computar esa memoria. Como máxima figura del mundo financiero, tenía que encontrar algo mejor que hacer que esperar a que se acabara la última gota de combustible. Hizo las preguntas pertinentes para que Víctor volviera a su radar. Nadie conocía sus ideas, pero solía desembucharlas frente a los extraños. Así, el murmullo incrédulo llegó a Carlos, hasta que llegó también el día de presentarse en la cafetería.
Tomó asiento sin preguntar, apenas tres segundos después de reconocer a Víctor. Se miraron durante un minuto lleno de reproches y recuerdos amargos, sin palabras. La desesperación y las ganas de sacudirse una culpa que no era suya hicieron que Víctor rompiera el silencio y hablara de la batería de cristal helio.
—Es nuestra única esperanza —dijo mirando a Carlos con una intensidad casi febril mientras le alcanzaba un legajo impresionante—. Aquí tengo los planos y algunos prototipos.
Carlos tomó un sorbo del café de Víctor. Leyó en la taza: Monteclaro.
—Sólo me tienes que asegurar que tendremos los fondos suficientes para llevar esto a cabo a gran escala. Suficientes para salvar el mundo… y a Paula.
—Siempre fuiste un soñador, Víctor —Carlos lo miraba con una risa rota en los ojos— ¿Qué te hace pensar que esto funcionará?
Víctor suspiró, un sonido que era mitad cansancio, mitad determinación. Por un momento, mil palabras patinaron en su boca.
—A pesar de todo, queremos lo mejor para esta ciudad… Tú tienes los recursos, yo la idea.
Carlos permaneció en silencio, sopesando esas palabras. Su gesto fue casi imperceptible.
—De acuerdo. Pero no podemos fallar. Ven.
Víctor siguió a Carlos por algunas cuadras, hasta que llegaron a un callejón. Antes de jalar el gatillo, Carlos vio en los ojos de Víctor la chispa que lo impulsaba.