El “cuento del tío” y el viaje a Brasil
Carlos, su acoplado y los 25 años en la calle Daniel Campos de Tarija
Allá por el 1980, atrás había quedado el estudio en alguna escuela, a los 14 años tenía que aportar económicamente para sostener a la familia, también eran momentos de golpe de Estado en Bolivia. Sin conocer a nadie supo que en los Yungas había oportunidad de recibir algún dinero a cambio de cargar



Cuando apenas cumplió los 13 años Carlos Méndez (nombre ficticio) empezó a conocer cómo se movía el comercio. No era hijo de ningún magnate empresario ni nada de eso, sus primeras ventas eran bolsas de nylon. Apretado por la pobreza en la que vivía junto a sus cinco hermanos, dejó su tierra natal, la provincia Camacho de La Paz, una jurisdicción que no supera los 50 mil habitantes y es de origen aymara.
Allá por el año 1980, atrás había quedado el estudio en alguna escuela, a los 14 años tenía que aportar económicamente para sostener a la familia, también eran momentos de golpe de Estado en Bolivia. Sin conocer a nadie supo que en los Yungas había oportunidad de recibir algún dinero a cambio de cargar arroz y trigo bajo un trabajo informal. Cuando le tocaba descansar, aprovechaba para salir y llevar víveres para su familia.
Su trabajo en el bosque andino le permitió ahorrar e instalarse en la ciudad de El Alto, esta vez para vender relojes. El negocio apenas le alcanzaba para alimentarse él y los suyos. Para ahorrar, su almuerzo significaba comer un pan con soda al día, el resto de la ganancia lo enviaba a su madre que había quedado en su pueblo.
Con el pasar de los años Carlos probó suerte en diferentes rubros del comercio, hasta que un día, uno de esos charlatanes que abundan en todos los rincones del país, se puso en frente, le ofreció llevarle a Brasil, a él y a otros muchachos de la época, que soñaban con sacar de la pobreza a su familia. La oferta poseía una remuneración económica atractiva.
Los dos mil bolivianos que había ahorrado hasta ese entonces, los puso en manos de ese amigo, como él lo llamaba. El trato era que al siguiente día debían esperarle a primera hora de la mañana en la Terminal de Buses, de donde partirían con destino a Brasil. “El amigo” nunca llegó.
“Empezar de nuevo”, no le quedaba otra opción. Otra vez confió en sus destrezas para el comercio, actividad que lo llevó a diferentes partes de Bolivia hasta que llegó a Tarija, una ciudad ubicada al sur del país. Una acera en una de las puertas del Mercado Central de la ciudad, sobre la calle Sucre, fue su lugar de venta, donde también conoció a una quinceañera dedicada a la venta de pollos, ella provenía de El Valle de la Concepción, la misma luego se convertió en su esposa y madre de sus cuatro hijos.
Era el año 94, para ese entonces Carlos descubrió una forma de llegar a conquistarla, y fue precisamente ayudándola a cargar pollos en la puerta de aquél mercado. Un día se armó de valor y la invitó a salir, acordaron ir al entonces concurrido Parque de las Flores del barrio La Loma. Pero ese día, Carlos se acordó que Bolivia jugaba un partido de eliminatoria, cuando Marco Etcheverry, el diablo, era la figura de la selección. Esa vez fue la primera y última cita en la que dejó plantada a su novia, pues le costó un gran distanciamiento.
Después de aquel desaire, consiguió estar junto a la mujer de la que se había enamorado, y fue ese mismo año en el que también se enteró que llegaría su primera hija. Junto a su pareja, aprovecharon la fiebre del Mundial de Fútbol para vender en un acoplado gorras, banderas y cintillas de la tricolor nacional (rojo amarillo y verde) para amarrarse en la cabeza. Lograron juntar un capital de 20 mil bolivianos, pero pronto vendría otra desgracia, como él la califica.
Su sueño era tener una relojería en la calle Bolívar, puso todos sus ahorros en una bolsa negra, y los guardó en un bolsillo de su mochila para viajar a La Paz. En aquella ciudad debía comprar lo necesario para concretar lo que tanto había deseado. Sin embargo, antes de abordar el bus en la Parada al Norte de Tarija, fue intervenido por dos personas que se identificaron como policías, quienes le dijeron que por la zona había ocurrido un robo y que debía subir un momento al vehículo en el que ellos estaban.
Adentro del auto al que le subieron, los policías le dijeron que iban a revisar su mochila. Carlos se puso sereno, no le quitaba la vista a su equipaje. Luego de unos minutos, los oficiales le dijeron que todo estaba bien, que podía irse. Una vez que se bajó y se disponía a continuar esperando el bus que lo llevaría a La Paz, se dio cuenta que en su bolsa negra había pedazos de periódico, los 20 mil bolivianos habían desaparecido y nunca supo en qué momento los falsos policías sacaron el dinero.
No podía creer lo que le había pasado, se quedó sin su capital y sabía que su sueño se esfumó, pero, sobre todo, sabía que su esposa no iba a creerle lo que le había sucedido. Pensó un momento, tocó el bolsillo de su pantalón donde tenía un monto menor de dinero, y decidió continuar su viaje a La Paz.
Desde aquella vez, empezaron los problemas, sumado a ello su esposa de nuevo quedó embarazada, pero esta vez venían dos en camino, las mellizas. Significó trabajar ambos todo el día, cada uno en un acoplado los sábados y domingos, sin feriados y sin Navidad. Carlos había conseguido un espacio en la calle Daniel Campos, frente al Palacio de Justicia, eso también les significaba recibir malos tratos de las personas que llegaban en sus vehículos, porque querían estacionar donde él vendía sus productos.
La situación no mejoraba y su esposa quedó embarazada de su cuarto hijo, esta vez era un varón. Tiempo después, decidieron separarse, Carlos quedó solo al cuidado de sus hijos. Su rutina empezaba a las cinco de la mañana, hora en la que comenzaba a barrer la casa que tenían en alquiler, luego alistaba sus cosas para salir a vender, pues a las siete de la mañana debía estar en su puesto de venta, caminar empujando su carro desde el barrio La Florida hasta llegar al centro de la ciudad, para después regresar a su casa a las 8 o 9 de la noche.
Isabel, su hija, dice que su papá siempre les atendió bien, les lavaba la ropa, nunca les faltó nada para estudiar ni tampoco comida, aunque a él no le gusta cocinar. Sin embargo, para los gustos nunca hubo, una vez que fueron grandes, cada quien debía trabajar para comprarse lo que les gustaba.
Hace unos cinco años, cuando Carlos volvía con mercadería desde La Paz, el bus en el que viajaba sufrió un vuelco, fue entonces cuando se rompió la clavícula. Es así que sus hijas se encargaron de atender la venta en el carro, pero él, cuando sintió un poco de mejoría, con su brazo enyesado también salió a vender.
Su mayor sueño es ver a sus cuatro hijos profesionales, tres hoy lo son. Actualmente tiene 55 años de edad y hace 25 años vende en el mismo lugar, en la calle Daniel Campos frente al Palacio de Justicia. De acuerdo a la temporada cambia sus productos, vende material escolar, prendas para invierno, sombrillas y, por la pandemia, también barbijos.
Las ventas de Carlos en la Daniel Campos
Material Escolar
A finales de enero Carlos vende materiales escolares en su carrito en la calle Daniel Campos, sus hijas le ayudan en la comercialización, porque en esa época sube la demanda debido al inicio de clases. El riesgo está en que puedan robarle porque se amontona mucha gente.
Invierno y verano
En la época de invierno, Carlos cambia los materiales escolares por prendas de la época, como guantes, calzas entre otros productos que se requieren en esos meses. En verano se dedica a la comercialización de sombrillas, gorras. En la actualidad, por la pandemia, también vende barbijos.
El accidente
Hace unos cinco años, cuando Carlos volvía con mercadería desde La Paz, el bus en el que viajaba sufrió un vuelco, fue entonces cuando se rompió la clavícula, que le dejó por un tiempo sin poder trabajar. Es así que sus hijas se encargaron de atender la venta en el carro, pero él, cuando sintió un poco de mejoría, con su brazo enyesado, también salió a vender.