Perder a un ser querido
Perder a un ser querido es como perder una parte de nuestra propia alma, un pedazo del corazón que jamás se podrá llenar de la misma manera. El duelo es un viaje solitario y profundo, lleno de olas de tristeza y momentos de añoranza que parecen eternos. En medio de la oscuridad, encontramos pequeños destellos de luz en los recuerdos compartidos, en las risas que resonaron y en los abrazos que aún sentimos en la piel.
Cada lágrima derramada es un tributo a un amor eterno, una señal de que nuestras vidas fueron tocadas por una presencia tan especial que dejó una huella imborrable en nuestro ser. Aunque la ausencia duele, y la nostalgia aprieta, también nos recordamos de la inmensa fortuna de haber tenido la oportunidad de amar y ser amados por esa persona.
El duelo nos enseña a valorar cada instante, a entender que la vida es efímera y preciosa. Nos invita a vivir con más intensidad, a abrazar a quienes nos rodean con más fuerza y a no dar por sentado ni un solo momento. Porque en medio del dolor, también hay gratitud. Gratitud por cada sonrisa, por cada palabra de aliento, por cada instante de felicidad que compartimos.
Permitirnos sentir, recordar y llorar es parte del proceso de sanar. Y aunque el tiempo no borra la herida, aprende a vivir con ella, llevándola con la misma dignidad y amor con la que recordamos a nuestro ser querido. Sabemos que en algún rincón del universo, su esencia sigue brillando, guiándonos y protegiéndonos.
En el duelo, encontramos la fortaleza en la vulnerabilidad, y aprendemos que el amor trasciende el tiempo y el espacio. Es un amor que siempre estará vivo, que siempre será parte de nosotros y que nos acompañará hasta el final de nuestros días.